Mañana puede ser mi día.
Cosas más difíciles se ven, ya lo creo. Alguien dijo que bastaba con que una
idea pasase por la imaginación para que pudiera hacerse factible. ¡Ochenta
millones! Al fin podría dejar mi actual vida de perro. Sólo al diablo se le hubiese ocurrido venir a
parar a esta fonducha. Al principio todo iba muy bien: eran profusas las
sonrisas y amabilidades por parte de doña Andrea. El primer día me puso tal
cantidad de comida que pensé que me encontraba en Jauja. Sí, sí..., aquello
debió de ser para impresionarme. Lo peor de todo es que le debo un mes de
estancia. Quizá por esa razón la encuentro seria. Pero, ¿y los favores que le
hice? De eso ya no se acuerda la muy tacaña. A doña Andrea le gusta que la
adulen y que le digan cosas bonitas para recreo de sus oídos. Lo cierto es que
está de muy buen ver pese a que brinca de los sesenta. Está convencida de que
la adoro, platónicamente, claro, pero yo me mantengo firme en mis principios.
Soy un caballero español y a mucha honra. Lo que sí he observado es que a veces
me provoca con su mirada. Posiblemente lo hace para que sufra. Es triste cuando
alguien conoce los puntos flacos del otro y doña Andrea conoce los míos a las
mil maravillas. Muchas tardes las pasamos en el cuarto de estar jugando a las
cartas. A doña Andrea le encandila el guiñote. Tiene muy mal perder. Cuando le
gano la partida, se toma la revancha y me saca trapos sucios a relucir. Me pone
de vuelta y media: que si voy mucho al bar, que si no me lavo los dientes, que
si se me oye roncar... Pero ya he dado en el quid. El secreto está en dejarme
ganar. Funciona.
--Las cuarenta, don Pelayo.
--Muy bien, doña Andrea.
--Sepa que en esta partida está usted más
perdido que Carracuca. Le faltan horas de vuelo en el manejo del naipe.
--Puede....
Doña Andrea Puigfarré de la Riva, además de manejar con
aseo el juego del guiñote, hace unas empanadillas de rechupete y unos canapés
gloriosos. Verán, los días que tenemos previsto jugar por la tarde al guiñote,
confecciona una generosa fuente con canapés de foie, queso manchego y pastitas
de té suculentos. La verdad es que entonces atacamos bien la plaza hasta
henchir el baúl. Si hay suerte, doña Andrea me sirve una copita de Grand Marnier. Ella prefiere un licor de
rosas casero de menor grado alcohólico. Estoy convencido de que merced a esas
partidas de guiñote he logrado sobrevivir de una muerte segura.
--¿Echamos otro cotito, don Pelayo?
--A mandar, doña Andrea.
A lo hecho, pecho. Es viuda
de guerra. No sé por qué no soy más vivo y voy derecho al cajón del pan, como
dicen que hacen los maridos de las maestras. No estoy mal de aspecto y poseo
buenos modales. Por otro lado, ella se conserva de muy buen ver. La diferencia
de edad es lo de menos. Yo tampoco soy ya un guayabo ni estoy para muchos
meneos. Seis años de diferencia apenas se nota. De aspecto parezco más cascado
que ella y el amor no conoce edades. Si ella es viuda de militar, yo fui
educando de banda en el Regimiento de Garellano. Tocaba el tambor. ¡Qué tiempos
aquellos! Siendo soldado conocí a Flora
Mairena y el poco dinero que tenía tuve que gastarlo en blenocol por culpa de unas purgaciones de garabatillo bastante rebeldes.
Menos mal que aquel practicante me curó. Pontide, creo que le llamaban Pontide. Tenía la cara afilada, como de cuchillo. Llegué a tener miedo al otro sexo, de
la misma manera que el novillero que se sale del cuadro termina en la
enfermería descompuesto y sin ganas de volver a intentar quedar bonito. También
noto que me estoy volviendo más tacaño. Las guerras no pasan en balde. Doña
Andrea tuvo más suerte, dentro de su desgracia. Le concedieron el derecho
vitalicio a un estanco en la calle del Barquillo. Mañana se sortea y, si toca,
hasta puedo tener mi hora tonta y le pido en matrimonio por la Iglesia, como es natural.
Ella, tan materialista, hasta es posible que me acepte, convencida de que, si
hinco el pico, pronto podrá disponer de dos pensiones y la de huéspedes.
--Qué, don Pelayo, ¿no le
hacen unos bisaltos?
--Si le digo la verdad...
--Viéndole a usted comer,
cualquiera que no me conozca pensaría que guiso mal.
--Tienen muchos hilos, como
una marioneta.
--¡Uff…! Habla usted de
hilos como si fuese técnico en televisores. Y pensar que cuando marcha de bares
todo le viene bien. Están carísimos. Acabe el plato que luego tiene un filete
con patatas.
--¿Ha dicho filete?
--Bueno, he querido decir
hamburguesa de carne picada con algo de perejil. Supongo que no le sentará mal.
--El perejil, señora mía, le
sienta mal a los loros, mejorando lo presente.
Doña Andrea me mira y sonríe.
Cualquier día me envenenará con sidol y me dejará con media lengua fuera
y el rostro amoratado. Y sonreirá como si no pasase nada, con cara de Gioconda,
o con el gesto serio de una mantis
religiosa, que no sé cómo será, si es que pone alguno. Ya me empiezo a
cansar de escuchar siempre las mismas tonterías: “Gómez, archive esta
documentación”, “Gómez, escriba la respuesta al pedido del representante de
Calamocha”, “Gómez, procure venir antes por las mañanas”. Desde pasado mañana seré don Pelayo Gómez
Montesinos, de profesión rentista y, cuando vaya a despedirme de la odiosa
oficina les diré que se queden con mi última nómina para comprarle al jefe una
sordina, un correquecagas y una levita. Ser millonario es una cosa importante cuando se vive dentro de una
sociedad envidiosa y malvada. Los pobres nunca pueden permitirse el lujo de ser
orgullosos. Es el destino trágico de los piojos resucitados. Pero sepan los
necios que en ocasiones es más basura la escoba que aquello que barre. Si me
pongo a analizar y tengo en cuenta la teoría combinatoria es fácil que, encima
de que existe la casi total posibilidad de que “el gordo” de mañana no me va a
tocar, tenga una cirrosis de caballo de tanto darle al prive. Será mejor no
seguir soñando. Existen dos tipos de sueños: los que acontecen cuando se
duerme, y los que nosotros queremos soñar cuando estamos despiertos. Los
primeros se trocan en inmateriales; los segundos, maravillosos. Una vez, siendo adolescente,
me enamoré perdidamente de una vecina de casa. Se llamaba Paquita y tenía el
pelo largo y muy rubio. Pasaba las horas ensimismado. Perdí el apetito. Las
consecuencias vinieron cuando pillé anemia y me tuvieron que poner unas
inyecciones muy dolorosas. Pasado el tiempo, Paquita, que meaba más alto, se
puso de novia con un alférez de navío. Seguro que hoy, si la viese por la
calle, no me reconocería y que si alguien me dijera “ahí está Paquita”, mi
desilusión sería perfecta. Ya será abuela y es fácil que tenga nietos del
tiempo de Pedrito, el botones de la oficina. Prefiero soñar que la veo como cuando
éramos adolescentes. Seguir pensando que para Paquita no ha pasado el tiempo y
que seguirá siendo tan linda como cuando la llegué a adorar. Respecto a mi
persona, es mejor creer que sigo siendo aquel joven lleno de ilusiones, que
pensaba en ser de mayor delineante proyectista. Ahora, al mirarme cada mañana
al espejo para afeitarme, mi sueño se derrumba y choco de plano con la
evidencia de mi aspecto, cansado y viejo de tanto bregar. Dentro de pocos años
formaré parte del batallón de las clases pasivas. Entonces, si es que vivo
todavía, apuraré el vaso de vida hasta atragantarme con el último sorbo. Aún
conservo el reloj que fuese de mi padre,
de marca desconocida. Está parado pero enseña con precisión dos veces al día la
misma hora. Si mañana me toca la lotería pondré el dinero en un banco de
confianza. Por si las moscas, hoy, la víspera, he de ensayar ante el espejo mi
declaración a doña Andrea. “Verá, doña Andrea,--le diré circunspecto-- hace
tiempo que deseaba decirle lo que siento por usted. Estoy convencido de que
podré hacerla tan feliz como se merece y realizarnos de una manera total, sin
complejos. Nuestras vidas serán una, y cuando hayamos celebrado nuestra unión
por todo lo alto, por la
Iglesia, por supuesto, podremos ir unos días de luna de miel
por la orilla del Mediterráneo y subir a Andorra. Luego, de bajada, podríamos
acercarnos hasta Barcelona y ver El Molino y El Paralelo...”. Mañana escucharé
a los niños de San Ildefonso y...
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