A Belloch le
conocí la tarde de un jueves, 23 de mayo, en el zaragozano Fnac de la calle del Coso. Presentaban “El entierro de Líster”. Todavía quedaban butacas vacías. En
primera fila, Jesús María Alemany
junto a José Carlos Mainer. Un poco
más atrás, José Luis Batalla.
Aquello prometía. Tomé asiento y esperé a que los coautores (Mariano Gistaín y Roberto Miranda) de un relato donde todos los personales del libro
resultaban ser ficticios, excepto Dios, explicasen “la traza de melonar” de una extraña parodia que había sido
ilustrada por el genial José Luis Cano.
Se hicieron las presentaciones: “Aquí el responsable de Xondica, a continuación un señor no sé si de Barcelona o de dónde,
a su derecha Mariano Gistaín, etcétera”. Entonces, como en un alunizaje,
aparecieron Belloch y Labordeta.
Eran como una pareja de la Guardia Civil
de correría a la antigua usanza, sin tricornios con cogotera, sin barbuquejos,
sin zurrones y sin naranjeros. A Labordeta ya le conocía desde que dejase a don Lorenzo en Huesca. De Belloch, en
cambio, tenía parecidas referencias de las que disponía cualquier lector de periódicos; quiero decir,
de su paso por la Audiencia
de Bilbao, de haber sido ministro de Justicia e Interior con Felipe González, de reformar un Código
Penal, que se entendía obsoleto por el Gobierno, y de haber participado en un
posterior rally a calzón quitado
contra su rival Garzón, para que el
Congreso de los Diputados aprobase dicha reforma antes de que el despechado
jurista, al que un González en pronunciado declive político había llevado de
número dos en la lista por Madrid, al que había prometido la cartera de
Interior, destapase la caja de los truenos contra unos inexplicables dislates
políticos concatenados que amenazaban seriamente los cimientos democráticos.
Pero el Belloch de carne y hueso que yo conocí ganaba en la distancia corta.
Era un hombre simpático, afable, condescendiente e implicado con la cultura
zaragozana. Ignoro si más tarde, en su soledad elegida de las Lomas del
Gállego, leería o no “El entierro de
Líster”. Eso sería lo de menos. Su aspecto no era ni de juez ni de ministro
ni de hidra de dos cabezas. Tenía aire de protagonista de novela de Marcial Lafuente Estefanía, no sé, tal
vez como de gobernador de Cheyenne. Y
aquí termina mi cuento de Navidad, que no tiene nada que ver con la Navidad ni pretendía que
lo tuviese. Esta noche es Nochevieja y confío en que nadie termine estropeando
el cuento.
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