martes, 11 de junio de 2019

De reyes eméritos, nada



Pues nada, si lo dice el ABC, así será. Me refiero a que Juan Carlos de Borbón y Borbón y su consorte,  Sofía de Grecia y Dinamarca no son reyes eméritos sino reyes padres, ya que no pertenecen al mundo académico ni al mundo eclesiástico. Todo se debe a que una lectora de ese diario monárquico y conservador envió una carta a Bieito Rubido advirtiendo de ese error extendido. Y ponía los ejemplos de Isabel de Farnesio, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y María Cristina de Habsburgo-Lorena. Sólo referido, claro está, a mujeres y siempre como reinas madres viudas, ya que no parecen normales las abdicaciones de reyes en este país; y, en consecuencia, es difícil contar con reyes-padres, salvo que yo recuerde Felipe V, que abdicó a los 40 años a favor de su hijo Luis I (1724) por causa de tener un trastorno bipolar, pero que volvió a reinar a los siete meses, tras la muerte de su hijo, enfermo de viruela. Sólo hubo un rey con un reinado más breve: Felipe el Hermoso, hijo de Maximiliano, emperador de Alemania y marido de Juana I de Castilla desde 1496, que murió envenenado y sólo reinó dos meses, si bien el trono le correspondía por derecho a su mujer (desde 1500), tercer vástago de Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, que vivió encerrada en Tordesillas, primero por orden de su padre, y después por orden de  su hijo, Carlos I. En la concordia de Salamanca (1505) se acordó el gobierno conjunto de su padre; Felipe, su marido (un habsburgués) y Juana, pese a que el matrimonio estaba entonces en Bruselas. ¿Fue alguna vez reina madre Juana I de Castilla? Para mí que no le dejaron ser  nada. Lo que vino a continuación, por no extenderme, quedó reflejado con rigor en un ensayo de Ludwig Pfandl  que recomiendo (“Juana la Loca”, Austral, traducción de Felipe Villaverde, Madrid, 1943). “Curiosamente -señala Pfandl en su ensayo,- en la cabeza de Fernando  bullía como una obsesión la cláusula de las Cortes de Aragón que aseguraba el derecho a la corona a un hijo de su sangre en segunda nupcias. Fernando tenía entonces 52 años de edad”. Sabido es que esa obsesión le llevó a la muerte, tras casarse con Germana de Foix, 36 años menor que él. Se sabe que Fernando I de Aragón murió envenenado por sus tomas de pócimas el 23 de enero de 1516 en Madrigalejo, en la Casa de Santa María (abandonada tras la Desamortización del s. XIX) por el abuso de los afrodisíacos. Concretamente por el abuso de la cantaridina contra la impotencia. La cantárida es un escarabajo de color verde del que se extrae ese alcaloide, que aplicado en dosis controladas dilata los vasos sanguíneos produciendo en el hombre un gran priapismo. Jerónimo Zurita también lo creía, y así lo contaba: “feo potaje que la Reina le hizo dar para más habilitarle, que pudiese tener hijos. Esta enfermedad se fue agravando cada día, confirmándose en hidropesía con muchos desmayos, y mal de corazón: de donde creyeron algunos que le fueron dadas yerbas”. Fue el afrodisíaco por excelencia hasta el siglo XVII. Volvió a ponerse de moda a mediados del siglo XVIII, cuando entró a formar parte de unos bombones conocidos en Francia como “caramelos Richelieu”. Sólo una estancia de la Casa de Santa María se salvó del derribo, la que ocupó Fernando en el momento de su muerte. Fue pajar y almacén hasta que, en 1980, fue declarada Monumento Nacional.

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