Hospedado en el Hotel
Fornos, aquella noche tuve una
pesadilla, quizás influenciado por la película El Gatopardo que había visto horas antes en el Cine Capitol. Bailaba con
una señora morena y de ojos grises que horas antes había visto en el bar El Cortijo tomándose una copa de ojén y que me había pedido lumbre
para encender un cigarrillo egipcio con boquilla dorada. En el sueño, el salón
era enorme y lleno de gente vestida de gala. Otra señora en edad de merecer
preparaba en silencio los cubalibres en la larga barra de ambigú. Mingote, el camarero de El
Pavón, paseaba entre el respetable con una bandeja llena de canutillos de Casa Micheto. En otra esquina del salón,
Magritas, con camisa rayada y anchos
tirantes, interpretaba la milonga “Cimarrón
de ausencias” en un gran piano de cola Stela
& Bernaregui . Y en el cristal de la ventana asomaba silente una luna
de cara balumba con sonrisa perversa. Don
Abrahán Trueba, cursillista de Cristiandad y dueño de una afamada tienda de
ropa de caballero, señora y niño en la Rúa de Dato , trataba de enseñar a un
señor de Becerreá algo de Derecho Canónico, al tiempo que su esposa, pícnica y
pazguata, trenzaba con un sobrestante de la Renfe unos compases coloniales. Al
despertar, me di cuenta de que todo era un disparate y que las pesadillas sólo
evidenciaban la traición de mi subconsciente. Cada noche, cuando tendía la raspa sobre el colchón, bien fuese
en Calatayud como en cualquier otro lugar, escuchaba el maúllo de un gato al
que nunca llegué a ver. Se me antojó que aquel minino con el don de la
ubicuidad sería como una sombra chinesca
que acompañaba las noches luneras en sus penumbras cárdenas, cuando la soledad
se trocaba en estilete de doble afiladura. Decía Ramón Gaya que “la soledad no es nada; y no por avarienta, sino
porque ella misma no dispone de nada ni de nadie”. Hasta en el Paseo que daba
acceso a la entrada al hotel zozobraban los brillos de las farolas y el esplín
de una tupida melancolía.
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