Ayer domingo abdicaba por segunda vez el emérito Juan Carlos de todas sus actividades,
excepto las de pasearse en balandro por la ría de Pontevedra, asistir a buenos
restoranes y acudir como espectador a corridas de toros. Ahora el problema llegará cuando haya que
asistir a la toma de posesión de un jefe de Estado sudamenricano, o al un
funeral de un condestable de apellido muy largo, pariente lejano de don Álvaro de Luna, que vivía en Suiza
dedicado a las finanzas y sobre el que afirma el ABC (que ya relacionó en su día a Diego Velázquez con Felipe
VI) que era pariente lejano transversal de Inés de Castro y que enraizaba con un cuñado de Guzmán el Bueno, o un sobrino de Enrique de Trastámara. Digo que el
problema vendrá por la sencilla razón de que nadie desea asistir a unos fastos
de gran aburrimiento donde ir de etiqueta significa vestir guayabera blanca de
manga larga adornada con alforzas. Pues bién, ayer domingo el rey emérito quedó
liberado de toda actividad oficial. Su última actividad de representación institucional
tuvo lugar el pasado 17 de mayo en El Escorial, donde presidió la entrega del Premio Órdenes Españolas 2019 al
historiador Miguel Ángel Ladero.
Este país no estaba preparado para una abdicación monárquica ni para sancionar
y promulgar una ley orgánica de abdicación, como aconteció aquel 19 de junio de
2014. Ni estaba acostumbrado a que un monarca pidiera perdón tras la matanza de
elefantes en Botsuana. El rey Juan Carlos tampoco asistió a la proclamación de
su hijo. Aquel día, Juan Carlos perdía la inviolabilidad y hubo prisas por
lograr su aforamiento. Pero en España hubo otras abdicaciones: Por
las abdicaciones de Bruselas (1555-1556), el emperador y rey Carlos I cedió sus dominios a su hijo el príncipe Felipe y a su hermano Fernando. Felipe V (el primer Borbón rey de España) abdicó en enero de 1724
en su hijo Luis I. Pero al morir
éste de forma prematura, volvió a ejercer el reinado el 7 de septiembre de
aquel año. Carlos IV abdicó en 1808
en su hijo Fernando VII tras el
motín de Aranjuez. Pero al poco tiempo, Carlos IV y Fernando VII abdicaron en
Bayona presionados por Napoleón, que
colocó en el trono de España a su hermano José
I. Isabel II, echada de España
en septiembre de 1868, abdicó en el exilio en 1870 en beneficio de su hijo Alfonso XII tras el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto (Primera Restauración borbónica). Amadeo de Saboya abdicó el 11 de
febrero de 1873. Alfonso XIII, por
último, renunció a la Jefatura del Estado el 13 de abril de 1931 y marchó al
exilio. Pero no abdicó a la Jefatura de la Casa Real hasta el 15 de enero de
1941, fecha en la cedió los derechos sucesorios a favor de su hijo Juan, que nunca reinó. La Segunda Restauración borbónica llegaría
de la mano de Francisco Franco, que pasó por alto los para mí
inexistentes “derechos históricos” de Juan
de Borbón, nombrando a dedo a su hijo Juan Carlos, creyendo ingenuamente
haberlo dejado todo “atado y bien atado” a su muerte. Aunque, a mi entender,
esos aparentes “derechos históricos” nunca existieron tras la saga/fuga
alfonsí. ¿Qué derechos históricos podía transmitir a su hijo un exmonarca
sansirolé y cobarde que se había marchado de España; y que, posteriormente, entregó
dinero a favor de la causa de los rebeldes de un golpe de Estado? Existe un
pleonasmo con el que Rafael Gómez Ortega
quiso rematar una redundancia: “Si una cosa no puede ser es que no puede ser, pero si existiera la más mínima
posibilidad de que pudiera ser,
en ese caso, sería imposible”. Y
como escribió Juan Ramón: “No la toques ya más / que así es la rosa”. A
los reyes eméritos, como a los expresidentes de Gobierno habría que buscarles
una especie de Castelgandolfo para que paseasen por sus jardines por las
mañanas y pudieran hacer entre ellos torneos de garrafina por las tardes.
Parece difícil pretender desaparecer de la vida pública e intentar parecerse a
un ciudadano corriente cuando se sigue disfrutando de residencia en el Palacio
de la Zarzuela a gastos pagados.
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