lunes, 3 de junio de 2019

De la inviolabilidad al aforamiento



Ayer domingo abdicaba por segunda vez el emérito Juan Carlos de todas sus actividades, excepto las de pasearse en balandro por  la ría de Pontevedra, asistir a buenos restoranes y acudir como espectador a corridas de toros.  Ahora el problema llegará cuando haya que asistir a la toma de posesión de un jefe de Estado sudamenricano, o al un funeral de un condestable de apellido muy largo, pariente lejano de don Álvaro de Luna, que vivía en Suiza dedicado a las finanzas y sobre el que afirma el ABC (que ya relacionó en su día a Diego Velázquez con Felipe VI) que era pariente lejano transversal de Inés de Castro y que enraizaba con un cuñado de Guzmán el Bueno, o un sobrino de Enrique de Trastámara. Digo que el problema vendrá por la sencilla razón de que nadie desea asistir a unos fastos de gran aburrimiento donde ir de etiqueta significa vestir guayabera blanca de manga larga adornada con alforzas. Pues bién, ayer domingo el rey emérito quedó liberado de toda actividad oficial. Su última actividad  de representación institucional tuvo lugar el pasado 17 de mayo en El Escorial, donde presidió la entrega del Premio Órdenes Españolas 2019 al historiador Miguel Ángel Ladero. Este país no estaba preparado para una abdicación monárquica ni para sancionar y promulgar una ley orgánica de abdicación, como aconteció aquel 19 de junio de 2014. Ni estaba acostumbrado a que un monarca pidiera perdón tras la matanza de elefantes en Botsuana. El rey Juan Carlos tampoco asistió a la proclamación de su hijo. Aquel día, Juan Carlos perdía la inviolabilidad y hubo prisas por lograr su aforamiento. Pero en España hubo otras abdicaciones: Por las abdicaciones de Bruselas (1555-1556), el emperador y rey Carlos I  cedió sus dominios a su hijo el príncipe Felipe y a su hermano Fernando. Felipe V (el primer Borbón rey de España) abdicó en enero de 1724 en su hijo Luis I. Pero al morir éste de forma prematura, volvió a ejercer el reinado el 7 de septiembre de aquel año. Carlos IV abdicó en 1808 en su hijo Fernando VII tras el motín de Aranjuez. Pero al poco tiempo, Carlos IV y Fernando VII abdicaron en Bayona presionados por Napoleón, que colocó en el trono de España a su hermano José I. Isabel II, echada de España en septiembre de 1868, abdicó en el exilio en 1870 en beneficio de su hijo Alfonso XII tras el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto (Primera Restauración borbónica). Amadeo de Saboya abdicó el 11 de febrero de 1873. Alfonso XIII, por último, renunció a la Jefatura del Estado el 13 de abril de 1931 y marchó al exilio. Pero no abdicó a la Jefatura de la Casa Real hasta el 15 de enero de 1941, fecha en la cedió los derechos sucesorios a favor de su hijo Juan, que nunca reinó. La Segunda Restauración borbónica llegaría de la mano de Francisco Franco, que pasó por alto los para mí inexistentes “derechos históricos” de Juan de Borbón, nombrando a dedo a su hijo Juan Carlos, creyendo ingenuamente haberlo dejado todo “atado y bien atado” a su muerte. Aunque, a mi entender, esos aparentes “derechos históricos” nunca existieron tras la saga/fuga alfonsí. ¿Qué derechos históricos podía transmitir a su hijo un exmonarca sansirolé y cobarde que se había marchado de España; y que, posteriormente, entregó dinero a favor de la causa de los rebeldes de un golpe de Estado? Existe un pleonasmo con el que Rafael Gómez Ortega quiso rematar una redundancia: “Si una cosa no puede ser es que no puede ser, pero si existiera la más mínima posibilidad de que pudiera ser, en ese caso, sería imposible”. Y como escribió Juan Ramón: “No la toques ya más / que así es la rosa”. A los reyes eméritos, como a los expresidentes de Gobierno habría que buscarles una especie de Castelgandolfo para que paseasen por sus jardines por las mañanas y pudieran hacer entre ellos torneos de garrafina por las tardes. Parece difícil pretender desaparecer de la vida pública e intentar parecerse a un ciudadano corriente cuando se sigue disfrutando de residencia en el Palacio de la Zarzuela a gastos pagados.

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