El pobre Alvarito
Pedrerol tuvo frecuentes catarros
que le ocasionaron numerosos absentismos en la Escuela de Comercio. Su madre le
abrigaba hasta la exageración, incluso en los días soleados de primavera. El
médico del Seguro decía que el muchacho tenía pocas defensas y algo de anemia.
Cada mañana, antes de marchar a clase, su madre le administraba una mezcolanza
de yema de huevo, azúcar y vino quinado Sansón.
Por aquellos tiempo estuvo de moda el
personaje Kinito, obra de Ibáñez, donde aquel niño alcoholizado,
que anunciaba Quina San Clemente en los primeros aparatos de televisión, adquiría
fuerza tomando ese vino quinado y decía aquello de “¡Da
unas ganas de comerrr…¡”. Sostenía la
madre de Alvarito que ese alimento concentrado y bien batido ayudaba al cuerpo
a fabricar sangre. Y Alvarito lo tomaba sin rechistar. De poco hubiesen servido
las protestas. Luego, su madre le abrigaba mucho y le despedía desde la terraza.
Su padre no estaba mucho en casa. Madrugaba para poder atender su tienda de
chocolatinas y frutas de Aragón. Sólo coincidían los tres a la hora de cenar en
el comedorcito, a las diez en punto y en absoluto silencio. A su padre le
gustaba escuchar el “parte” leído que emitía Radio Nacional de España y el
resto de emisoras, con conexiones obligatorias. Después de la cena, Alvarito se
despedía de sus padres y se marchaba a dormir. Su madre se quedaba un rato
despierta haciendo encaje de ganchillo, mientras que su padre buscaba afanosamente
en el dial de la vieja radio Clarión, con carcasa de baquelita, las señales
distorsionadas de Radio España Independiente. Pero antes de que Alvarito se
despidiese para ir a acostarse, su madre le proveía de una cucharadita de Fercobre fólico, al tiempo que ella se
preparaba un tazón de agua caliente donde arrojaba un cubito de Sedobrol que extraía de un estuche de hojalata de los Laboratorios Roche. Alguna vez se lo
dejó probar a Alvarito. Se le antojaba de paladar desabrido, algo parecido a
aquellos cubitos Maggi que se
presentaban en un bote cilíndrico de color amarillo y que para Alvarito tenían
un poder tan evacuante como la purga de Benito. La radio siempre lanzaba a las
ondas las bondades los planes de desarrollo de López Rodó, aquel hombre que siempre leía frases de “Camino” antes de tomar la caña del
timón de la creación de polígonos industriales en los arrabales de las grandes
ciudades. Aquel “desarrollismo” fue la semilla del progresivo abandono del medio rural. Se
construían barrios enteros para contener
la llegada de campesinos decididos a abandonar los aperos de labranza y apostar
por una exigua nómina, así como la adquisición de una vivienda de protección
oficial, con el sacrificio que suponía para ellos tener que hacer incontables horas
extraordinarias y, de esa manera, poder hacer frente a los altos intereses
hipotecarios. El franquismo agonizaba lentamente. Decía el locutor de radio que
Arias Navarro marchaba a Helsinki a
la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa; que en Angola se
recrudecían los combates por su independencia; y que habían sido secuestradas
las revistas Doblón, Destino, Posible y Cambio 16. El
artículo II de la Ley de Prensa (a hechuras de Pío Cabanillas y siendo Manuel
Fraga ministro de Información y Turismo) estaba vigente y los “garantes del
orden” tomaban el rábano por las hojas y aplicaban aquella ley a todo bicho
viviente. Los españoles sabían que Franco
iba a durar poco.
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