domingo, 16 de junio de 2019

Alvarito Pedrerol



El pobre Alvarito Pedrerol tuvo  frecuentes catarros que le ocasionaron numerosos absentismos en la Escuela de Comercio. Su madre le abrigaba hasta la exageración, incluso en los días soleados de primavera. El médico del Seguro decía que el muchacho tenía pocas defensas y algo de anemia. Cada mañana, antes de marchar a clase, su madre le administraba una mezcolanza de yema de huevo, azúcar y vino quinado Sansón.  Por aquellos tiempo estuvo de moda el personaje Kinito, obra de Ibáñez, donde aquel niño alcoholizado, que anunciaba  Quina San Clemente en los primeros aparatos de televisión, adquiría fuerza tomando ese vino quinado y decía aquello de  “¡Da unas ganas de comerrr…¡”.  Sostenía la madre de Alvarito que ese alimento concentrado y bien batido ayudaba al cuerpo a fabricar sangre. Y Alvarito lo tomaba sin rechistar. De poco hubiesen servido las protestas. Luego, su madre le abrigaba mucho y le despedía desde la terraza. Su padre no estaba mucho en casa. Madrugaba para poder atender su tienda de chocolatinas y frutas de Aragón. Sólo coincidían los tres a la hora de cenar en el comedorcito, a las diez en punto y en absoluto silencio. A su padre le gustaba escuchar el “parte” leído que emitía Radio Nacional de España y el resto de emisoras, con conexiones obligatorias. Después de la cena, Alvarito se despedía de sus padres y se marchaba a dormir. Su madre se quedaba un rato despierta haciendo encaje de ganchillo, mientras que su padre buscaba afanosamente en el dial de la vieja radio Clarión, con carcasa de baquelita, las señales distorsionadas de Radio España Independiente. Pero antes de que Alvarito se despidiese para ir a acostarse, su madre le proveía de una cucharadita de Fercobre fólico, al tiempo que ella se preparaba un tazón de agua caliente donde arrojaba un cubito de Sedobrol  que extraía de un estuche de hojalata de los Laboratorios Roche. Alguna vez se lo dejó probar a Alvarito. Se le antojaba de paladar desabrido, algo parecido a aquellos cubitos Maggi que se presentaban en un bote cilíndrico de color amarillo y que para Alvarito tenían un poder tan evacuante como la purga de Benito. La radio siempre lanzaba a las ondas las bondades los planes de desarrollo de López Rodó, aquel hombre que siempre leía frases de “Camino” antes de tomar la caña del timón de la creación de polígonos industriales en los arrabales de las grandes ciudades. Aquel “desarrollismo” fue la semilla del  progresivo abandono del medio rural. Se construían barrios enteros  para contener la llegada de campesinos decididos a abandonar los aperos de labranza y apostar por una exigua nómina, así como la adquisición de una vivienda de protección oficial, con el sacrificio que suponía  para ellos tener que hacer incontables horas extraordinarias y, de esa manera, poder hacer frente a los altos intereses hipotecarios. El franquismo agonizaba lentamente. Decía el locutor de radio que Arias Navarro marchaba a Helsinki a la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa; que en Angola se recrudecían los combates por su independencia; y que habían sido secuestradas las revistas Doblón, Destino, Posible y Cambio 16. El artículo II de la Ley de Prensa  (a hechuras de Pío Cabanillas y siendo Manuel Fraga ministro de Información y Turismo) estaba vigente y los “garantes del orden” tomaban el rábano por las hojas y aplicaban aquella ley a todo bicho viviente. Los españoles sabían que Franco iba a durar poco.

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