sábado, 22 de junio de 2019

Nigromantes y zahoríes



El caso es que ya estamos en verano y Franco sigue con la raspa estirada sobre esa  enorme morgue granítica, llena de limo y de gusarapos, donde habitan las manolas, el capelo de Herrera Oria, cerca de los cráneos sin ojos de los Borbones en El Escorial, donde anidan, digo, la Enciclopedia de Grado Elemental de Dalmau Carles, los ecos de la voz quebrada de El Gitano Señorón, la chistera de Canalejas, el pericón de Eugenia de Montijo, las gardenias de Machín, el caballo de Espartero y la pistola de Larra. Vox se instala en las Instituciones como el piojo verde se instaló en las casas de los pobres en  los años cuarenta, y todo apunta a que los ciudadanos seguimos tan amenazados como el cernícalo plumilla, el sisón, la avutarda, la alondra de Dupont y el gato montés. Cuenta el ya fallecido psiquiatra  Carlos Castilla del Pino, en su libro “Casa del olivo”,  que un tal D.P., uno de los que habían fusilado al librero Rogelio Luque, se presentaba a diario en la que había sido su librería, luego regentada por su viuda y el hijo mayor, para hojear durante horas libros religiosos. Por estos pagos estamos ya todos condenados  y sin redención posible, como los inicuos. Siempre tropezamos en la misma piedra. Somos demócratas de boquilla, pero lo que nos encandila es que nos aten en corto, que acudamos al comedor a toque de fajina, al trabajo a toque de sirena y a la iglesia atoque de campana. El español dice aquello de “la ley es la ley” para zanjar las discusiones, confía en curanderos, nigromantes y zahoríes, y hace del bar su cuarto de estar. Con Franco también había leyes, y con Hitler… ¡Pero qué leyes! Ya lo dijo Américo Castro: “El español sueña con la justicia de un juez-sacerdote, que absuelve o condena según las circunstancias, y teniendo en cuenta la conducta futura”. ¿Alguien me puede explicar esa astracanada?

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