El caso es que ya estamos en verano y Franco sigue con la raspa estirada
sobre esa enorme morgue granítica, llena
de limo y de gusarapos, donde habitan las manolas, el capelo de Herrera Oria, cerca de los cráneos sin
ojos de los Borbones en El Escorial,
donde anidan, digo, la Enciclopedia de Grado Elemental de Dalmau Carles, los ecos de la voz quebrada de El Gitano Señorón, la chistera de Canalejas, el pericón de Eugenia
de Montijo, las gardenias de Machín,
el caballo de Espartero y la pistola
de Larra. Vox se instala en las
Instituciones como el piojo verde se instaló en las casas de los pobres en los años cuarenta, y todo apunta a que los
ciudadanos seguimos tan amenazados como el cernícalo plumilla, el sisón, la
avutarda, la alondra de Dupont y el gato montés. Cuenta el ya fallecido
psiquiatra Carlos Castilla del Pino, en su libro “Casa del olivo”, que un tal
D.P., uno de los que habían fusilado al librero Rogelio Luque, se presentaba a diario en la que había sido su
librería, luego regentada por su viuda y el hijo mayor, para hojear durante
horas libros religiosos. Por estos pagos estamos ya todos condenados y sin redención posible, como los inicuos.
Siempre tropezamos en la misma piedra. Somos demócratas de boquilla, pero lo
que nos encandila es que nos aten en corto, que acudamos al comedor a toque de
fajina, al trabajo a toque de sirena y a la iglesia atoque de campana. El
español dice aquello de “la ley es la ley” para zanjar las discusiones, confía
en curanderos, nigromantes y zahoríes, y hace del bar su cuarto de estar. Con
Franco también había leyes, y con Hitler…
¡Pero qué leyes! Ya lo dijo Américo
Castro: “El español sueña con la justicia de un juez-sacerdote, que
absuelve o condena según las circunstancias, y teniendo en cuenta la conducta
futura”. ¿Alguien me puede explicar esa astracanada?
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