Ana I. Gracía, en su artículo “Ser
un cateto”, publicado en Diario de Teruel,
mete el dedo en la llaga en lo que respecta a aquellos tipos de ciudad, en su
día muchos de ellos desertores del arado, que tienen una idea de los pueblos
distorsionada. Señala Ana I. Gracia, como digo, que algunos tiene una noción
rancia de una España vaciada, pero que sigue existiendo. Dice Gracia: “Todos con boina,
pantalones de pana y una cuerda atada a la cintura, el entrecejo sin depilar;
analfabetos perdidos los zagales, sus padres y los abuelos; rodeados de tierra
y animales sin más oficio que ser ganadero o agricultor y sin más ocio que ir
de caza o a la pesca o a echar la partida al bar”. Qué quieren que les diga…
Los que así piensan es porque nunca han
visitado un pueblo, o porque se avergüenzan de su raíces. Solo han pasado de largo por alguna carretera secundaria
camino de otros destinos. Y les ha quedado la idea de lo que han visto por la
ventanilla; o sea, la torre de una iglesia con nido de cigüeña en el campanario,
unas casas bajitas sin ningún tipo de lujo aparente, y poco más. Pero no es
así. Los pueblos, por pequeños que sean, son mucho más que lo que puede contemplarse
en la lejanía, a uno de los lados de la carretera
y entre campos de cebada o viñas. Hay que ir allí, patear sus calles
observando todo, hablar con los vecinos si se ha de menester, que siempre lo agradecen y, si se
tercia, tomar algo con ellos en la barra del único bar existente, que es como
su segundo cuarto de estar. La idea deformada de aquellos que nunca pisan un
pueblo les lleva a pensar en las tristes
Hurdes, visitadas por Alfonso
XIII y un pequeño séquito hace ahora un siglo y durante tres días en la
habitación sencilla de la casa de Casar de Palomero (Cáceres), donde el monarca
pasó una noche en una modesta y aseada habitación en la que había “una cama de madera,
una colcha limpia, un crucifijo en la pared y una jofaina para el aseo personal”.
Pero el rey no iba solo. Los reyes siempre viajan acompañados de un combo
variopinto. En aquella ocasión le acompañaban el duque de Miranda, jefe de la Casa Real; Vicente Piniés, ministro de Gobernación; los médicos Gregorio Marañón y Ricardo Varela; el periodista José
García Mora, cronista de la marcha; el fotógrafo Campúa, quien la ilustraría, el ingeniero de montes Santiago Pérez Argemí, gran conocedor
de Las Hurdes; y el ayuda de cámara del soberano, el teniente coronel Obregón. Se cuenta una anécdota de
aquella regia visita, que leí en La Vanguardia (23/06/19) salida de la
pluma de Pepe Verdú: “En la alquería
de Cambroncino, la comitiva se detuvo en la iglesia de Santa Catalina o de las Lágrimas, del siglo XVIII. Pinos y olivares
envuelven el vecindario, que el grupo abandonó camino de Vegas de Coria -donde
almorzó-, Rubiaco
y, finalmente, Nuñomoral, donde acamparon. Los expedicionarios
cenaron dentro de las tiendas, atendidos por los lugareños [jurdanos]. Cuando
llegó el momento del café, el ministro Piniés comentó su preferencia por
tomarlo con un chorrito de leche. No había vacas, ovejas ni cabras en el
núcleo, pero ese hecho no arredró a un solícito vecino, quien regresó con una
pequeña cantidad de líquido. Mientras el político saboreaba su cortadito, le
informó de que podía tomarlo con total confianza, ya que la leche era de su
propia mujer y, por cierto, muy buena”. Todo ha cambiado. Los catetos, de
haberlos, son los que hablan de lugares que desconocen, o aquellos otros que
van una vez cada dos años en visita obligada, ¡qué triste suena!, a una pobre anciana, su madre, que desea morir y ser enterrada en ese lugar donde habita el olvido, y aprovechan los insensatos
para, por aquello de ir por atún y ver al duque, arramblar con todo lo que pillan de una pequeña huerta, o de un corral con gallinas, que a la casi olvidada abuelilla le sirve de despensa.
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