sábado, 7 de mayo de 2022

Farolillos se papel

 


Por Juanmi Vega conozco los costes de montar una casta en la Feria de Sevilla. Así lo contaba: “El martes, el socio de una caseta me hizo el cálculo de lo que vale tener una. No sólo es el pago de la licencia, también hay que sumar la restauración, decoración, montaje y desmontaje, la custodia de los tubos y los elementos de la misma... al final, se eleva el coste a 20.000 euros por módulo. Eso sin contar el coste de las consumiciones”. O sea, que una caseta en El Tardón solo la puede mantener alguien que tenga mucho dinero, que no se hizo la miel para la boca del asno. Estoy pensando en los Domecq, los Guardiola, los Pemán, los Bohórquez, los De la Maza, los Fitz-James Stuart y un ramillete de terratenientes, ganaderos y bodegueros del Sur que ya nacieron con una flor en el culo. Los sevillanos corrientes, si no cuentan con un amigo que les “cuele” dentro de la lona de rayas, solo tienen dos opciones: dedicarse a mirar coches de caballos, damas con faralaes y hombres tripudos con aspecto de botella de “Tío Pepe”, o acercarse hasta la popular caseta municipal, si es que queda sitio, que lo dudo. Recuerdo las Fiestas del Pilar en Zaragoza durante la dictadura de Franco. Todos los años, en La Lonja, se celebraba una velada a la que acudían ediles, invitados por un alcalde de bigote afilado, reina y damas de honor y un rabo de personajes de diversa ralea. Y en aquella velada, para más inri, también cerraban los urinarios municipales exteriores, detrás de La Lonja, y se ponían al servicio de los invitados. Fuera, en la calle, en muchas ocasiones con un cierzo endiablado, la gente se apiñaba en la puerta de La Lonja para ver como penetraban damas de largo, tipos con esmoquin alquilado, militares de gala con muchos entorchados limpiados con "sidol" y  hasta algún canónigo tripón y violeta que solo pensaba en las viandas del banquete. Para la gente corriente, digo, aquel evento exclusivo para los elegidos, que todos los años eran los mismos, era para las mujerucas de entonces como hojear las revistas de papel couché esperando su turno para el cardado en la peluquería del barrio. Todo parecía normal para aquellos voyeurs sin  esperanzas. “Siempre hubo ricos y pobres”, era la frase que más se escuchaba en los corrillos exteriores. En la Feria de Abril pasa algo parecido: unos le pegan al rebujito, o al fino La Ina mientras escuchan al tío de la guitarra dentro de la lona, el albero y el olor a sudor, arrancarse por bulerías;  mientras otros esperan con mansedumbre la amanecida para ponerse a la cola del paro. “La Feria -escribía Juanmi Vega en El Correo de Andalucía- es una tómbola, no sabes qué va a ocurrir. Esta incertidumbre aumenta si no tienes caseta. Yo he vivido jornadas en las que no he podido entrar en ninguna porque no había nadie de los míos por el real y he terminado en una caseta municipal. De hecho, mi adolescencia la pasé en la puerta de una de ellas. Noches míticas en el ‘Garbanzo Negro’ o en ‘La Pecera’, casetas públicas ambas”. Pues en la Zaragoza de entonces, ni eso. Todo muy triste.

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