jueves, 5 de mayo de 2022

La felicidad ideal

 


Dicen que somos el segundo país más infeliz solo por encima de Hungría. Y me entero ahora, en mayo, en el mes de las flores y de las comuniones, con esos ritos que han hecho creer a los niños por boca de curas y catequistas que ese día será el más feliz de su vida. Algo parecido a lo que les cuentan a los niños judíos con respecto a la circuncisión, posiblemente para quitarles el miedo al dolor que produce un corte en la carne por pequeño que sea. Y a ambos, a niños judíos y cristianos, les visten de gala con unos trajes ridículos y les hacen regalos los invitados al supuesto posterior banquete. Recuerdo que siendo niño me vistieron con un traje de marinero, me hicieron arrodillarme en un altar lateral del Seminario de San Carlos, en Zaragoza, y el obispo auxiliar, Lorenzo Bereciartua, me puso la hostia cuando saqué la lengua casi en el garganchón, lo que me produjo una arcada que a punto estuvo de provocarme el vómito. Pero ello no ocurrió por dos motivos: el primero era debido a que no tenía nada que expulsar del estómago al haber estado en ayunas desde la noche antecedente; la segunda, porque mi padre tuvo los reflejos suficientes como para poner una mano abierta en mi boca. Pero la desgana que me sobrevino duró toda la ceremonia e incluso en el desayuno posterior en la Hospedería del Pilar servido por monjas, donde estábamos, además de mi hermano, también comulgante, mis padres, mis abuelos maternos llegados ex professo desde Santander y aquel obispo que creía habernos asegurado con sus gorigoris a mi hermano y a mí la felicidad por un día. Recuerdo que con posterioridad tomamos un desayuno con chocolate a la taza, soletillas de Calatayud y melocotón en almíbar. También recuerdo que al obispo auxiliar le entregaron mis padres en agradecimiento un pequeño botafumeiro colgado de un también pequeño báculo muy parecido a los que venden en las tiendas de suvenires en Santiago de Compostela.  Ahí se terminó el programa de actos religiosos y profanos. Por la tarde, antes de tomar el convoy con vagones de balconcillo hasta pueblo, hicimos un recorrido por los porches del Paseo de la Independencia. Mi única obsesión consistía en poder montar en uno de aquellos tranvías amarillos enganchados a la teta de un trole, que no había visto nunca. No lo conseguí, pese a ser insistente. Siempre me contestaban: “otro día que vengamos…”, para que no perdiese la esperanza. Pero yo era consciente de que más vale un “toma” que dos “te daré”. (No cabe duda de que hay  refranes castellanos que enseñan más que una licenciatura).  Eso fue todo lo que recuerdo del “día más feliz de mi vida”. Escribe Ramón Reig en su artículo de hoy en El Correo de Andalucía que “lo que bautizan con el nombre de felicidad está dentro de cada uno y una sociedad que siempre está mirando para fuera no puede ser feliz. Sí, puede engañarse a sí misma con rituales y estados de supuesta armonía, pero eso ya no es felicidad sino autosugestión”. Definitivamente, he llegado a la conclusión de que la felicidad ideal no existe. La felicidad es un estado de ánimo que dura poco y que nunca puede ser programado de antemano.  Y el ideal, que a mí me conste, solo es la cabecera de un periódico de Granada.

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