viernes, 22 de julio de 2022
¡Qué "quedrán"!
Me ha venido a la cabeza un fragmento del
fandango “Mi trigo limpio” que tanto
éxito dio a Pepe Pinto: “Vela, /el barco de mis amores, /no tiene más que una vela, /
remendadita y graciosa, / igual que mi María Manuela, / que es morena y muy
garbosa”. Y les voy a decir por qué. Resulta que en la calle Delicias, del
zaragozano barrio del mismo nombre, decidió el alcalde Jorge
Azcón colocar unas velas en su parte superior, a la altura de los tejados,
para evitar que el sol del verano no cayese a plomo sobre los viandantes.
Entiendo que fue una buena idea que bien podría haberse llevado a cabo en otras
calles estrechas de la ciudad. Esa fórmula la conocí hace más de cincuenta años
en Sevilla: en Sierpes, en Puente y Pellón y en sus aledaños. Esos toldos no
estaban concebidos para refrescar sino para evitar que cayese el sol de plano. Pues
bien, los vecinos de esa calle zaragozana dicen que “esos toldos son un fiasco
por su poca funcionalidad”. La implantación de 50 velas
triangulares ancladas en los edificios a lo largo de los 200 metros de calle,
ha costado 490.000 euros, de los que la mitad del dinero invertido se espera
recuperar de fondos europeos. El plan consistía en que pudiese servir de estímulo
para dinamizar las ventas en sus comercios. Hombre, en honor a la verdad
también debo señalar que 10.000 euros por toldo me parece un coste excesivo. Eso habría que analizarlo por parte de la oposición municipal, por si hubiese un presunto gato encerrado en su compra. Por 10.000 euros puedes adquirir una vela triangular, el balandro que la enarbola y hasta una gorra de marino como la que llevaba Franco en el "Azor" para sentirse más caudillo. El
barrio de las Delicias, como se sabe, creció a principios de los años 60 del
pasado siglo a base de mucha especulación, excesivo cemento y carencia casi total de zonas
verdes, con aquellos Planes de Desarrollo de López Rodó, lo que dio lugar a que muchos pueblos se vaciasen y
familias enteras emigrasen a Zaragoza en busca de trabajo en los polígonos
industriales de reciente creación. Aquel fue el origen de lo que hoy se conoce
como la “España vaciada”, algo fácil
de comprobar en los padrones municipales de pueblos y aldeas hoy casi olvidados,
donde la media de edad de sus residentes anda en torno a los 65 años; donde se
cerraron escuelas infantiles; donde sólo disponen de consulta médica, con algo
de suerte, una vez por semana; donde no existe oficina de farmacia; donde se
recibe el pan y otros artículos de consumo llegados por carreteras infames; donde el bar se ha
convertido en el cuarto de estar común; donde los jubilados carecen de entidad
bancaria para poder disponer de la pensión de jubilación; donde el servicio de
Correos llegan cuando llegan… Y aquellos “desertores del campo” de entonces, dicho sea sin el menor desprecio, son
los mismos que ahora, con muchos años más sobre sus espaldas y quebrados por el esfuerzo, se quejan de las
velas colocadas a la altura de sus tejados urbanos en un intento municipal de hacer más
atractivo el barrio en el que habitan desde entonces, que ya ha llovido. Como
decía un labriego de mi pueblo cuando sus vecinos pedían lo imposible, es
decir, que lloviese cuando a ellos les viniera bien por encontrarse sus campos a la
intemperie: “¡Qué “quedrán”! ”.
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