jueves, 28 de julio de 2022

Semillas de abrojo

 




No sé por qué, mi infancia la recuerdo por los platos y los vasos de “duralex”, que al final de su vida estaban muy rallados pero seguían teniendo utilidad. Eran casi irrompibles, como aquellos zapatos “El gorila” con suela de goma y los jerséis verdes con unos ochos en vertical sobre el pecho que nos hacía mi madre y que con el tiempo se estiraban más de lo necesario. Nunca supe la razón de por qué siempre eran de color verde. Supongo que entendería que era el color más sufrido o alegre. También recuerdo los molinillos que nos hacía mi padre para poner encima de los radiadores en invierno. Giraban y giraban sobre un alfiler en un viaje sin fin mientras duraba el calor de la calefacción; y los trenes de mercancías y de viajeros que pasaban de largo durante toda la noche y conseguían que temblase un poco la casa. Me acostumbré a su ruido. A todo se acostumbra uno, excepto a hacerse viejo y comprobar que en la familia se van perdiendo parientes y también amigos de juegos infantiles, a cuentagotas. Todo tiende a la estratificación. Guardar aparatos de radio con válvulas que ya no funcionan, enciclopedias obsoletas en estanterías llenas de polvo, máquinas de escribir que ya nadie utiliza, la vieja “Singer” que remendaba sábanas, la estilográfica “Parker 21”,  o el huevo de madera para apañar rotos en los calcetines; todo ello, digo, carece hoy de sentido. Un transistor pequeño cumple la misma función que aquel armatoste en el que escuchábamos el “parte”, Wikipedia nos saca de dudas sin ocupar estanterías; el bolígrafo ha suplido a la pluma con tripa de goma y capucha metálica, nadie ya remienda calcetines ni usa aquellos platos de “duralex” que encargábamos a algún amigo cuando iba a Andorra. Había cosas que solo se podían conseguir en Andorra a precios asequibles. Imaginaba a aquel Principado como salido de un cuento de Saturnino Calleja,  una especie de bazar enorme donde los jueves regalaban globos a los niños, como por estos pagos ocurría en Almacenes Sepu. Imaginaba que la capital de aquel micro Estado, Andorra la Vieja, disponía de un escaparate kilométrico donde los tiovivos, los muñecos, los coches de bomberos y los soldaditos de plomo tomaban vida propia en cada anochecida, cuando bajaban las persianas. Nunca, siendo niño, llegué a comprobarlo. Ya de mayor hice varios viajes a aquel pequeño país. Los españoles, llegados en autobuses en viajes de ida y vuelta en el mismo día, tomaban sus amplias bolsas y marchaban directos a Pyrénées para cargarlas de cartones de tabaco, botellas de whisky, quesos de bola y una mantequilla que iba dentro de unos botes  plateados donde ponía “Breda” con letras rojas, la ciudad de la rendición a Ambrosio Spínola, en los Paises Bajos, pintada por Velázquez. Mi ilusión infantil, en el supuesto caso de haber ido de niño al sitio que yo entendía que era el país de Jauja, se habría pinchado como el neumático algo desgastado de una bicicleta tras pisar afiladas semillas de abrojo.

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