sábado, 23 de julio de 2022

Pequeños, pero no invisibles

 


La televisión aragonesa tuvo hace ya tiempo un programa, “Pequeños, pero no invisibles” creo que se llamaba,  donde un reportero acompañado de un cámara visitaba diversos pueblos minúsculos de la geografía aragonesa, conectaba con los vecinos y resultaba entretenido para el espectador. Lo que sucedía era que los comportamientos en el medio rural eran todos muy parecidos. Unas veces el reportero charlaba con el párroco, al tiempo que éste enseñaba el interior de la iglesia y las reformas que se habían acometido en su interior; en otras ocasiones el protagonista era un repartidor de pan o de productos perecederos que todas las mañanas acudía desde otro pueblo próximo para llevar los preciados alimentos; o se entrevistaba a unas mujeres en un local habilitado por el ayuntamiento donde hacían manualidades; o visitaban el bar, que solo habría su puerta a determinadas horas; o al dueño de una casa rural que presumía de tener media docena de habitaciones muy adecentadas. Aquel programa autonómico lo estuve viendo durante algún tiempo. La verdad es que me entretuvo, pese a que el desarrollo de aquellos reportajes variaban poco unos de otros. También descubrí parajes sorprendentes que desconocía. Y todos los habitantes del medio rural, sin importar de qué lugar se tratase, coincidían en que en los pueblos se vivía muy bien, con mucho sosiego. Niños casi no había y la mayoría de los entrevistados sobrepasaban los 65 años. La “España vaciada” les hacía recordar a aquellos ancianos apostados al sol tiempos lejanos, cuando la aldea contaba con el doble de habitantes. Pero la añoranza se disipaba con el estío, cuando se abrían las piscinas, financiadas en parte y a fondo perdido por la Diputación Provincial, y las casas vacías se llenaban de chiquillos bullangueros y de padres motorizados, suficientes y de culo pajarero que pasaban allí sus vacaciones, al seguir conservando la morada que fue de los abuelos, la mayoría de ellos ya fallecidos, y que ahora tenían como segunda residencia. Cuando se acababa el verano, todo volvía a la calma y a un silencio prolongado. Los pueblos escondidos en el mapa suelen ser elocuentes con su mudez. En ocasiones solo el ladrido de un perro rompía la monotonía en sus sinuosas callejuelas, donde las puertas partidas en dos hojas de los viejos hogares de adobe y enlucidos con cal no necesitaban de pestillos ni aldabones. Nadie era forastero para aquella sabia y confiada gente.

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