miércoles, 17 de septiembre de 2014

El milagro del mercadillo





Vicente  Verdú, en El País, cuenta hoy que “uno de los peores sufrimientos del verano no son los ruidos, los mosquitos o el calor, sino lo mal vestida que va la gente”. Cierto. Del prêt-à-porter, aquella moda de tres tamaños, pequeño, mediano y grande, producida en serie en función de la demanda, y de la frase de Adolfo Domínguez “la arruga es bella”, se ha pasado directamente a la compra de ropa en los mercadillos ambulantes, esos que se instalan en una explanada señalada por los ayuntamientos y donde aparecen dos días por semana unos tipos a bordo de sus respectivas fregonetas dispuestos a montar el chiringuito, o sea, unos esqueletos de varillas de hierro en los que cuelgan parchas con ropa para todos los gustos. Y por allí, al reclamo de sus ofertas: “¡Mire señora, que bragas tan bonitas, con aire acondicionao!”, “¡Dos al precio de una, guapa!, etc., aparecen amas de casa con los oropeles puestos; jubilados sin mejor cosa que hacer; cesantes de larga duración dispuestos a adquirir por un módico precio ese chándal que le exigen a su hijo en el colegio o el pantalón  color cagalita con cremalleras a mitad de la pierna y muchos bolsillos; o la pícnica dama rompedora en busca de un vestido “idéntico” al que lucía Mila Ximénez en el último programa de “Sálvame”  y que seguro dará el pego frente a las amigas, cuando se reúnen  en plan relaxing cup of café con leche en la plaza mayor del barrio tras haber dejado a los educandos aparcados en un colegio de frailes subvencionado. Nunca se vieron por las calles de las urbes tantos ancianos en pantalón de deporte, tantos parados con falsas etiquetas de adidas o de lacoste, ni tantas amas de casa con falsos bolsos de Luis Vuitton en bandolera. Es el signo de los tiempos.

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