Para mí, los recuerdos de las
fiestas de septiembre en Calatayud durante mi infancia han quedado reducidos a
unos caballitos, una vuelta vespertina por el Paseo lleno de gente y una
tómbola de La Caridad
frente al “Bar El Cortijo” vendiendo papeletas de rifas. Recuerdo todavía una
“vespa”, que se anunciaba como la rifa suprema. Nunca supe a quién le tocó pero
me parecía un premio importante, en una época en la que los premios soñados en
la televisión era poder ganar un televisor en la que sólo existían dos colores
y todos los matices del gris. Por aquellos años, un conocido de casa compró un
plexiglás en una de sus visitas a Zaragoza, para poder ser colocado delante de
la pantalla. Tenía tres tonalidades en cada una de sus tres franjas. El resultado
fue que podía ver la televisión en tres tonos que, eso sí, distorsionaban los
paisajes, las películas de “Bonaza” y los telediarios leídos por un locutor muy
serio. Por aquellos años mis visitas a Calatayud se reducían, siempre
acompañado de mi madre, a que me hiciese análisis de sangre don Ignacio
Galindo, tío de don José Galindo Antón, al que desde aquí felicito por poder
contar con su nombre en el callejero local en la hasta ahora Plaza de San Benito, y poder adquirir algo de
ropa de vestir en una tienda que entonces había en la Rúa de Dato y que se llamaba
“Confecciones Gallego”, además de algún cuaderno escolar, o lapiceros, en “Casa
Perruca”. Mientras hacíamos tiempo a la hora de salida del autobús de la
“Empresa Olivar”, desde La Pista,
mi madre me invitaba a tomar un café con leche en “El Pavón”, cuya acera estaba
ocupada por oportunistas y tratantes en ganado intentando cerrar contratos.
Eran como los “barandilleros” del parqué de la Bolsa madrileña, pero sus bienes fungibles se
reducían a trapicheos de poca monta: el cambio de un reloj de bolsillo por una
pluma “Párker 21”,
la venta de una mula, el chalaneo de un clatarrero, o la facundia del frutero,
en su regateo por comprar la cosecha de manzanas de una finca a un conocido de
otro pueblo cuando los árboles todavía estaban en flor. La acera de El Paseo,
en Calatayud, mirada desde la
Plaza del Fuerte, era por aquel entonces el “Wall Street” de
los negocios de nula facturación. Unos asuntos de pocas hechuras que casi
siempre se cerraban con un simple apretón de manos. Todavía hoy, después de
tantos años, recuerdo mi juventud perdida para siempre; la puñetera baldosa levantada de la Rúa, junto a “Retales Baraza”,
en la que siempre tropezaba; el “Bar Forniés”, donde jugábamos al futbolín; el
taller de la viuda de Reinaldo, donde depositábamos por unas horas la
bicicleta, el “Bar Luis”, donde mataba el tiempo hasta la llegada del “corto”
de las once de la noche a la estación de Calatayud-Jalón, aquel “ómnibus Arcos”
con vagones de madera y balconcillo que era como el último tren a Gun Hill. Si
lo perdía, estaba copado. No había otro. Han pasado muchos años y ahora vamos y
volvemos, mis recuerdos y yo, a la feria donde se vende y se compra esplín.
Vamos, volvemos, vamos, volvemos… No queda otra.
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