Yo no sé si ahora pero hasta hace
poco, cuando el dueño de una tienda de telas o de comestibles se moría en una
ciudad de provincias, al día siguiente aparecía su esquela en el periódico
local de un tamaño equivalente a la fortuna dejada, donde ponía “Fulano de
Tal”, y debajo: “del Comercio”. Si las esquelas se incrustaban en el diario Abc, curiosamente todas ellas eran las
correspondientes al número 3, o sea,
de 96x151 mm. Parecía como si existiese un acuerdo tácito entre los comerciantes
de pro. Ser comerciante era cosa importante en las ciudades cabecera de
comarca. Allí acudían las gentes de los pueblos próximos para ir al médico
especialista, al notario, al juzgado, a
adquirir el ajuar de una hija próxima a casarse, o una gabardina, o un traje príncipe de Gales. Ser “del Comercio”
equivalía a tener capacidad de resolver dudas sobre cómo sentar las costuras
con jaboncillo de sastre o coger dobladillos, y dar salida a pellizas, saltos
de cama, guayaberas y trajes de primera comunión. Los comerciantes de antes
eran gente muy seria, de fácil trato y que jamás echaban la persiana sin haber
hecho arqueo de caja y sin haber consignado los movimientos diarios de la caja
registradora en el libro copiador. Ayer murió Isidoro Álvarez, del Comercio. Sólo una semana antes había muerto Emilio Botín, del Dinero. Ambos tenían
la misma edad, 79 años. El Banco de Santander, a través de Santander Consumer Finance, se había convertido en octubre del año
pasado en el gran socio financiero de El Corte Inglés, al comprar el 51% de su
financiera en 140 millones de euros. El mayor banco privado de España entraba en la mayor cadena de distribución. El beneficio era mutuo. El Corte
Inglés dejaba de incluir en su contabilidad 1.500 millones en deuda de clientes,
que no es poco, y el Banco de Santander se hacía con 10 millones de tarjetas y
nueve millones de clientes de esos grandes almacenes. Hace sólo unos días
había entrado de lleno en esos grandes almacenes como un elefante en una
cacharrería, Manuel Pizarro, con
cargo de adjunto a la
Presidencia. Se anunciaba en los medios como la bomba.
¡Quietos paraos! Hasta hace poco, existía todo un lenguaje de las esquelas
mortuorias, de la misma manera que existía el leguaje de las flores o el
lenguaje de los abanicos. Así, cuando el fallecido era militar de carrera, bajo
su nombre se ponía el grado que tenía antes de pasar al retiro o a la reserva.
Pero si el uniformado era chusquero, bajo su nombre ponía “militar”. De esa
guisa, ningún lector podría hacer chascarrillos facilones ni rimas satíricas
para saltar a la goma elástica; verbigracia: “Un teniente de la Escala de Reserva/ con la
picha abría latas de conserva”, o sea. En fin, no hagamos bromas, que por menos
estoy seguro que hubiese dimitido Azaña,
que era muy suyo.
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