Vicente Verdú, en El País, cuenta hoy que “uno de los
peores sufrimientos del verano no son los ruidos, los mosquitos o el calor,
sino lo mal vestida que va la gente”. Cierto. Del prêt-à-porter, aquella moda de tres tamaños, pequeño, mediano y
grande, producida en serie en función de la demanda, y de la frase de Adolfo Domínguez “la arruga es bella”, se ha pasado directamente a la compra de ropa
en los mercadillos ambulantes, esos que se instalan en una explanada señalada
por los ayuntamientos y donde aparecen dos días por semana unos tipos a bordo
de sus respectivas fregonetas dispuestos
a montar el chiringuito, o sea, unos
esqueletos de varillas de hierro en los que cuelgan parchas con ropa para todos
los gustos. Y por allí, al reclamo de sus ofertas: “¡Mire señora, que bragas
tan bonitas, con aire acondicionao!”, “¡Dos al precio de una, guapa!, etc., aparecen
amas de casa con los oropeles puestos; jubilados sin mejor cosa que hacer;
cesantes de larga duración dispuestos a adquirir por un módico precio ese
chándal que le exigen a su hijo en el colegio o el pantalón color cagalita
con cremalleras a mitad de la pierna y muchos bolsillos; o la pícnica dama
rompedora en busca de un vestido “idéntico” al que lucía Mila Ximénez en el último programa de “Sálvame” y que seguro dará el pego frente a las amigas, cuando se
reúnen en plan relaxing cup of café con
leche en la plaza
mayor del barrio tras haber dejado a los educandos aparcados en un colegio de
frailes subvencionado. Nunca se vieron por las calles de las urbes tantos
ancianos en pantalón de deporte, tantos parados con falsas etiquetas de adidas o de lacoste, ni tantas amas
de casa con falsos bolsos de Luis
Vuitton en bandolera. Es el
signo de los tiempos.
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