Diez de septiembre. La prensa de
papel gasta ríos de tinta y llena portadas con motivo de la muerte de Emilio Botín. Y algunos, como Prisa, le
dedican más espacio a ese óbito inesperado que a la coronación de Felipe VI. Se comprende, dadas las
circunstancias por las que atraviesa el grupo editorial. Botín fue el último virrey,
el amo de la cuerda de trenzado. Y como en las monarquías que todavía quedan en
pie como un lastre de la Edad Media,
no sé si en los virreinatos, a rey muerto, rey puesto. No se han esperado ni
veinticuatro horas para que el consejo de administración del Grupo Bansander
utilizase los mecanismos de ajuste con el nombramiento de su hija Ana Patricia, a la que le gusta que le
llamen “presidente”. Será porque la
Banca, como el brandy Fundador,
siempre fue cosa de hombres. También
ayer, Ana Botella contaba que no
desea presentarse a la
Alcaldía de Madrid. Ha hecho bien en tomar esa decisión.
Seguro que no hubiese repetido cargo. Tampoco fue elegida. Simplemente, al ir segunda
en la lista por agradar a Aznar y
mantener vigoroso el egocentrismo de su mujer, esa dama sustituyó a Alberto Ruiz-Gallardón cuando fue
nombrado ministro de Justicia. Pero su breve etapa de mandato madrileño ha
hecho bueno el Principio de Peter sobre
los niveles de incompetencia. Algo semejante a lo que aconteció en Zaragoza con
Antonio González-Triviño cuando
murió Ramón Sáinz de Varanda, o a José Atarés cuando Luisa Fernanda Rudi fue nombrada presidenta del Congreso de los
Diputados. Segundas partes nunca fueron buenas. Y conocíamos ayer, además, que la Abogacía del Estado, en un escrito de 27 páginas,
salía en defensa de Cristina de Borbón,
donde señalaba que “el hecho de ser cónyuge de un defraudador a la Hacienda Pública
no convierte a uno en partícipe de esa defraudación”. Hombre, contado así,
parece evidente. Pero si se hace referencia al caso Nóos y a la copropiedad en
Aizoon, donde la infanta firmaba actas de las juntas generales, todo apunta a
que las cosas fueron de otra manera. También señalaba la Abogacía en su escrito
que “para
acusar de un delito contra Hacienda se requiere una participación activa,
consciente y dolosa”. Contado así, también parece evidente. Pero “la
cooperación silenciosa” y “la ignorancia deliberada”, según mantiene el juez Castro en sus 227 folios en su
segunda imputación a la infanta (19 folios en la primera), no son precisamente
virtudes teologales ni obras de misericordia, que son la disposición a
compadecerse de los trabajos y de las miserias ajenas. Cuando salió el auto de
imputación, el abogado Jesús
Silva declaró que la infanta firmó los papeles “porque estaba enamorada” y
días más tarde, el fiscal Pedro Horrach acusó
al juez Castro de conspirar contra Cristina de Borbón. Dijo Pascal que “el amor tiene razones que la razón no comprende”. Pero
aquí también puede valer aquello de su apuesta, la “Apuesta Pascal”, para el
ciudadano Urdangarín: “Si
vous gagnez, vous gagnez tout; si vous perdez, vous ne perdez rien”. O sea, si gano, que me quiten lo bailado; y
si pierdo, que me libre de la cárcel el Consejo de Ministros.
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