jueves, 2 de marzo de 2017

El cronista dice adiós






A Pedro Cedrés le volcó un tractor prestado en un paraje atiborrado de terraplenes. El artilugio le atrapó debajo. Los tractores son muy traicioneros. No se sabe si Pedro Cedrés se acordaría del santico sin nombre antes de  su último suspiro, aunque muchos ungidos sucumben sin fe en el Más Allá. La incertidumbre es una constante pesadilla en los seres humanos. El santo sin nombre no se debió acordar de él en tan penoso brete. La catequesis se quedó muy desprotegida. También su retahíla de hijos, que se vieron en la necesidad de dispersarse en la diáspora para tantear el modo de ganarse la vida. El cronista les perdió la pista definitivamente. El santo continuó en su hornacina del altar a la espera de que lo sacasen de paseo al año siguiente,  sin envejecer y con la misma cara de aplicado niño de coro parroquial, para que le ventilasen cuando le sacasen en procesión, siempre por las mismas fechas y por idénticas trochas entre alacranes y lagartijas de rabo cortado, también entre mujeres con escapulario morado dando escolta a un relicario que contenía oculto en su interior lo que todos los vecinos juzgaban que era el dedo meñique de una mano, entre cristales no se distinguía bien aunque más parecía un pedazo de tasajo o su falo momificado, negro y correoso. Atilano Pimentel requirió en cierta ocasión del cura que le dejase unos días la reliquia para que un amigo suyo con laboratorio en Madrid pudiese hacer averiguaciones y aportar datos mediante el carbono 14, pero el cura, cuyo nombre tampoco recuerda este cronista, se negó en redondo arguyendo que ello constituía pecado mortal, que las reliquias se movían por la fe. También la transustanciación. La fe era una potencia del alma, por mucho que el miembro que contuviese el relicario sólo apuntase a una potencia hidráulica del cuerpo, en unos más magnánimos que en otros, dicho sea de paso y sin ánimo de molestar. Y llegados a este punto, el cronista ya se cansa de seguir contando cosas que no interesan a nadie, o a casi nadie, y decide guardar el tintero, la pluma y los pliegos de papel que le quedan vírgenes hasta mejor ocasión. Mejor tomar el tren, pringarse de carbonilla por los túneles de las vías y rodar por esas trochas foramontanas tomando aire puro; y, si se lo ofreciesen en alguna venta, poder echarse al cuerpo algún caldo de mochuelo. Muerto Pedro Cedrés se acabó la idea del botafumeiro parroquial que era el centro de esta crónica, donde el obí, obá, fue una letanía que trataba de liberar a la gente de bien de aquellos malnacidos que se reían a grandes carcajadas entre los alacranes y las lagartijas de rabo cortado en medio del barranco en tarde de procesión, o cuando le cayó la cera sobre su cabeza a don Pionono Alentisque, el señor de Manlleu que no quiso volver por el pueblo y que se ahogó en el desbarajuste el día que a Higinio Gavilán le dio por encender la mecha y lanzar al aire una bomba de palenque tratando de disipar una nube de granizo, con tan mala fortuna que el cohete entró por una ventana de la sacristía de la iglesia, no encontró salida y fue a explosionar en la hornacina del santo sin nombre, que también fue mala suerte. El cronista entiende que el horno no estaba para bollos en aquel pueblo tras el lanzamiento de la bomba de palenque, e hizo bien en montarse en el tren ómnibus Arcos amparado en la oscuridad de la noche. Nadie le iba a echar en falta. Y aquí pone punto final. Queden ustedes con Dios.

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