Deseo dejar claro que Pascual
González es un enamorado de Sevilla, como Romeo lo fue de Julieta
y Juan Martínez de Marcilla, de Isabel de Segura. Sólo alguien
enamorado de su tierra hasta las cachas puede escribir “la expresión de lo inefable”, como decía Juan Ramón que era la poesía. Lean atentos: “Y en Sevilla tengo plantado
un naranjo en las viejas juderías, tengo unas gafas del Pali, un canasto del
Vicente y un cartucho de arropías, una reja en San Esteban, una pila en San
Leandro, Gran Poder en San Lorenzo, en San Antonio, Silencio y Refugio en San
Bernardo... Tengo un puesto en calle Feria de leyendas populares y de coplas
legendarias, un Hércules de Alameda y un arco en la Macarena con indulgencia
plenaria. Tengo una Salve en el puente de capilla y Altozano, y una fragua en
el Zurraque donde se fragua el empaque de tarantos y gitanos; en Pureza, la Esperanza, entre
Santiago y Santa Ana, sonajeros de cantares, un reloj por soleares y el buen
son que hay en Triana”. Si
eso no es amor por su tierra, que venga Dios y lo vea. Yo con Sevilla sólo tuve
un affaire cuando anduve por allí
ganándome la vida. Sevilla tenía luz, recuerdo, y Sevilla tenía vencejos
acharolados y limpios. En Sevilla descubrí que se puede amar y odiar al mismo tiempo.
Es lo que suele acontecer cuando tienes veintitantos años y una vida por
delante llena de luces de farolillos de feria y soníos brunos de incertidumbre manifiesta. Que nadie me toque
Sevilla. No es mía, pero la siento latir y con eso me basta.
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