Aquella procesión estaba gafada desde el
principio, desde el momento justo en que uno de los monaguillos de jornada, el
que daba escolta a la cruz procesional, nada más salir por la puerta de la
iglesia había extraído la vela de su larga percha tropezando con la rama de un
plátano de sombra. El cirio se quebrantó y todo el cerote derretido se volcó
sobre la molondra de don Pionono
Alentisque, un señor de Manlleu de aspecto ceporro y de buen conformar,
invitado a pasar todos los festejos en honor del santo en casa de unos
parientes de doña Elvira. Atilano Pimentel tuvo que atenderle de
su tremendo molondrón aplicándole unas unturas de yodoformo con un retal de
badana en las excoriaciones. Las gotas de cera seca fueron peliagudas para quitar
de entre los pelos de su colodrillo. La hagiografía es amplia. Los Padres de la Iglesia triunfante, el
inventario de los santos milagreros y el cenobitismo de los promotores de la fe
aumentaron con el tiempo. También sus advocaciones. –Yo digo, obí, obá, cada
día yo te quiero más, y tú me contestas obí, obá, obí, obá, procurando no
espantar la fauna de artrópodos arácnidos y diminutos reptiles de los
despeñaderos, que no tiene por qué aguantar bromas molestas--. El cronista
entiende que aquel santo, del que desconocía su nombre, parecía que era de poca
importancia, pero en el pueblo no tenían otro. No hay que ser maniáticos
tampoco con los guardiaciviles que te piden los papeles cuando eres forastero.
A don Pionono Alentisque, el invitado de unos parientes de doña Elvira, no le
pidieron los papeles pero tampoco le quitaron la vista de encima, que en aquel
pueblo no es que estuvieran los cristianos a un lado y los moros al otro, que
todos iban en la misma procesión con tranquilidad y sosiego. Nada hacía pensar
que se detuviesen por más que la maldad se extienda en el orbe como gota de
aceite en el agua. El cronista teorizó entonces, y dedujo más tarde, que lo
estándar, cuando un motor se para, es comprobar que tiene bencina en el
interior de sus tripas, aunque tal razonamiento no fuese jamás de utilidad
cuando una procesión se estancaba en medio de la hoya, ora por un pinchazo en
la rueda del velomotor, ora por la indisposición de una cofrade, entre la
zangarriana producida por el sopor de la atardecida y la indolencia y mala
madera de unos especimenes que sólo pensaban en echarse sobre el surco, es
decir, en arrimarse a la encalada tapia para fumar en silencio y calmar la
yesca, y la fatuidad de unas damas estultas y emperifolladas hasta la grosería
cuando todavía no se había fabricado la Barbie, que sería la versión actualizada de
una muñeca anoréxica, sin olvidar la guasa de un santico cacaseno que sin
necesidad de amaestramiento escenificaba su papel de bujarrón irritante,
melifluo, con aire de suficiencia, sin pintar la cigüeña y sin decir malo ni
bueno, entre hostigados alacranes y lagartijas de rabo cortado en contramarcha,
revolviéndose en retirada a muerte o vida hasta conseguir penetrar en la
primera fisura del terruño.
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