El cronista está ahora, una vez pasado el
tiempo suficiente como para saber decantar las ideas, poniendo gran voluntad
por atar nombres del Santoral, con el socorro del taco del Corazón de
Jesús que le mandan cada año los jesuitas de Bilbao. También, con el soporte de
“El gran libro de los nombres”, de gran aprovechamiento en estos
transcursos y en otras tramas parejas. La imagen de aquel santo bien pudo ser
la de san Rústico, obispo de
Narbona, o la de san Pioquinto, que
se compondría, no sé, de Pío y de Quinto, en recuerdo del papa Pío V, del mismo modo que el
patronímico de don Pionono Alentisque.
Una vez transcurridas aquellas fiestas patronales, don Pionono regresó a
Manlleu todavía con restos de cera en el cuero cabelludo, además de la herida
en sedal de una bestia en el glúteo izquierdo, porque los males nunca vienen
solos. Don Pionono Alentisque no tuvo otra ocurrencia que cruzar la calle en la
anochecida, justo en el momento que se daba suelta al toro ensogado. Don
Pionono Alentisque se protegió en un portal,
pero el bovino le pilló de refilón en salva sea la parte haciéndole un
siete al pantalón de su albo atavío antillano. Don Pionono Alentisque tenía
algo de gafe y mucho de aguafiestas. Supone ahora el cronista, consciente el
cronista que no debe suponer nada sino contar aquello que ha visto y oído, que
hizo lo correcto en no reaparecer por el pueblo en los años siguientes, donde
tampoco le echaron en falta. Al cronista
le faltó valor, o le sobró desdén, para preguntarle a uno de aquellos
monaguillos de jornada, o de retén, por el nombre del santo cuando lo tuvo
cerca durante las interrupciones de la procesión, pero prefirió optar por el
mutismo desnudo de un simple mirón, consciente de que sólo sobre aquello que se
contempló en su día en la distancia corta con el cristal adecuado y la
percepción serena se podría, pasados los años, considerar y reflexionar sin
tener en cuenta los porqués y los pequeños detalles. Ya dejó escrito el
cronista que la gente de cada aldea no es mala, pero tampoco buena. Por
aquellos tiempos todos se sostenían de milagro, sin patrocinador, sin erudito a
la vista que les hablase de la batalla de las Termópilas ni de la batalla en el
Puente de Alcolea. Tampoco estaba escrito en cada pueblo el orden del día.
Jamás se le dio a algo, lo que fuere, dimensiones mayores de las necesarias.
Los labriegos se han manejado desde tiempo inmemorial según soplase el aire
y aun los tontos de capirote lo sabían.
Escribió Cela en “Cristo versus
Arizona” que “los tontos son
distraídos y tampoco atienden demasiado pero distinguen las caricias de los
latigazos y también los diferentes brillos de la mirada, brillo manso brillo
bravo, brillo caliente brillo frío, brillo dulce brillo amargo”. Pues eso.
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