A Pedro Cedrés le volcó un tractor
prestado en un paraje atiborrado de terraplenes. El artilugio le atrapó debajo.
Los tractores son muy traicioneros. No se sabe si Pedro Cedrés se acordaría del
santico sin nombre antes de su último
suspiro, aunque muchos ungidos sucumben sin fe en el Más Allá. La incertidumbre
es una constante pesadilla en los seres humanos. El santo sin nombre no se
debió acordar de él en tan penoso brete. La catequesis se quedó muy
desprotegida. También su retahíla de hijos, que se vieron en la necesidad de
dispersarse en la diáspora para tantear el modo de ganarse la vida. El cronista
les perdió la pista definitivamente. El santo continuó en su hornacina del
altar a la espera de que lo sacasen de paseo al año siguiente, sin envejecer y con la misma cara de aplicado
niño de coro parroquial, para que le ventilasen cuando le sacasen en procesión,
siempre por las mismas fechas y por idénticas trochas entre alacranes y
lagartijas de rabo cortado, también entre mujeres con escapulario morado dando
escolta a un relicario que contenía oculto en su interior lo que todos los
vecinos juzgaban que era el dedo meñique de una mano, entre cristales no se
distinguía bien aunque más parecía un pedazo de tasajo o su falo momificado,
negro y correoso. Atilano Pimentel
requirió en cierta ocasión del cura que le dejase unos días la reliquia para
que un amigo suyo con laboratorio en Madrid pudiese hacer averiguaciones y
aportar datos mediante el carbono 14, pero el cura, cuyo nombre tampoco
recuerda este cronista, se negó en redondo arguyendo que ello constituía pecado
mortal, que las reliquias se movían por la fe. También la transustanciación. La
fe era una potencia del alma, por mucho que el miembro que contuviese el
relicario sólo apuntase a una potencia hidráulica del cuerpo, en unos más
magnánimos que en otros, dicho sea de paso y sin ánimo de molestar. Y llegados
a este punto, el cronista ya se cansa de seguir contando cosas que no interesan
a nadie, o a casi nadie, y decide guardar el tintero, la pluma y los pliegos de
papel que le quedan vírgenes hasta mejor ocasión. Mejor tomar el tren,
pringarse de carbonilla por los túneles de las vías y rodar por esas trochas
foramontanas tomando aire puro; y, si se lo ofreciesen en alguna venta, poder echarse
al cuerpo algún caldo de mochuelo. Muerto Pedro Cedrés se acabó la idea del
botafumeiro parroquial que era el centro de esta crónica, donde el obí, obá,
fue una letanía que trataba de liberar a la gente de bien de aquellos
malnacidos que se reían a grandes carcajadas entre los alacranes y las
lagartijas de rabo cortado en medio del barranco en tarde de procesión, o
cuando le cayó la cera sobre su cabeza a don
Pionono Alentisque, el señor de Manlleu que no quiso volver por el pueblo y
que se ahogó en el desbarajuste el día que a Higinio Gavilán le dio por encender la mecha y lanzar al aire una
bomba de palenque tratando de disipar una nube de granizo, con tan mala fortuna
que el cohete entró por una ventana de la sacristía de la iglesia, no encontró
salida y fue a explosionar en la hornacina del santo sin nombre, que también
fue mala suerte. El cronista entiende que el horno no estaba para bollos en
aquel pueblo tras el lanzamiento de la bomba de palenque, e hizo bien en montarse
en el tren ómnibus Arcos amparado en
la oscuridad de la noche. Nadie le iba a echar en falta. Y aquí pone punto
final. Queden ustedes con Dios.
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