Últimamente no, pero de niño recuerdo que más de una vez
comí en casa de algún rico. No hace falta que les diga que fui porque me
llevaron. Y descubrí dos cosas: que los ricos comían poco y que comían mal. La
otra noche lo recordaba, al tiempo en el que Bertín
Osborne entrevistaba a Miguel Ángel
Revilla. El presidente de Cantabria le contó que pasó hambre en la boda de Felipe y Letizia. “Acostumbrado a las bodas de Cantabria, pensaba que en una boda de tanto
troneo iba a ser fuerte”, señaló sin despeinarse. Le sirvieron una tartalea
diminuta de pularda en salsa (que a él le pareció pechuga de pollo) y de postre
un bombón. También
dijo que había una enorme tarta, pero que era como de plástico, sólo expuesta
para la foto. A las cinco de la tarde, Revilla se vio en la necesidad de tener que comerse un bocadillo. Las bodas de Estado tienen esas cosas. A mi criterio, es
preferible comer en casa de un falso rico que en la de un rico, rico. En casa
de un falso rico, el anfitrión se esmera en aparentar lo que no es y el
comensal se levanta de la mesa satisfecho. En las bodas pasa algo parecido. Si
es de campanillas, te ofrecen platos de la
nouvelle cuisine, que son muy creativos pero nada
contundentes. Cuando al plato se le da
toques de autoría de un chef que se
tiene por artista de los fogones puedes terminar comiendo algo desconocido con
sabor a no se sabe qué, aliñado con aire ionizado con ilusión de gamusino. Y cuando,
posteriormente, alguien te pregunta
sobre qué te dieron en el menú, no sabes qué contestar y se te queda una cara
como si fueras tonto del haba, o sea.
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