Sospecha
este cronista que Mariquita Pérez
era de alcurnia pija y estaba siempre guarnecida con celofán en las vitrinas de
la madrileña calle de Serrano, la calle en la que anidaban los burgueses que
habían ganado la guerra y se habían hecho con el botín, muchos de ellos sin
salir de casa por miedo a ser reconocidos por algún cliente borrachín de la
cantina de la checa. Por temor a ser sacados a la fuerza en pijama, de
madrugada, y conducidos a la
Cárcel Modelo o a San Antón, y más tarde a Paracuellos de
Jarama en autobuses de dos pisos de la Compañía Madrileña de Transportes, bien trabados con cordeles de bramante. Eran los
supervivientes de un horror por ellos engendrado, gloriosos, invictos, sin haber dado un palo al agua en su
acomodada vida aún a sabiendas de que las checas ya no existían; y, también,
de que los republicanos habían sido fusilados o enviados a cárceles
seguras. Pasaban la vista a fotos en blanco
y negro, en ocasiones coloreadas, para tener sus conciencias tranquilas
conscientes de cómo se redimían los perdedores, aquellos que tenían rabo y unas
patillas muy largas, erigiendo una magnánima basílica en Guadarrama, en el
paraje inhóspito de Cuelgamuros. --Yo digo no hay trabajo sin pena ni dolor, y
tú contestas, obí, obá, al estribillo--. Miguelito
Laredo, alias Camagüey, que
había salido indemne del intento de atropello por parte de don Secundino, alias Fosglutén,
también de las ruedas del convoy, explicó a las intrigantes señoras de culo
gordo la posible causa de semejante arrebato, sin llegar a entender cómo el
jefe de estación se había lanzado contra él a la carga banderín en mano y con
la saña de los energúmenos grises, sin medir sus consecuencias. Aquellas
adiposas mujeres, cual corifeo de tragedia griega, le respondieron al unísono: --Pues claro, Dios le ha
castigado--. Otras añadían: --¡Vámos, que insensato!--. Y una de ellas, la de
culo más mofletudo, dijo sin apenas descomponerse: --¡Que le calcen unas
chinelas!--. A la beata con el tobillo torcido hubo de transportarla a
su casa en silla volante por dos hombretones acostumbrados a levantar pesos. Una
racha de ventolín levantó polvareda en el barranco. Tan pronto como la
procesión se puso en macha, las lagartijas de rabo cortado y los alacranes
salieron de sus escondites para respirar un poco y poder tomar los últimos
rayos de sol. Miguelito Laredo, alias Camagüey, que cerraba la procesión
contagiado de un raro sentimiento místico, acarició suavemente las cachas de su
revólver.
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