miércoles, 1 de marzo de 2017

No hay trabajo sin pena ni dolor




Sospecha este cronista que Mariquita Pérez era de alcurnia pija y estaba siempre guarnecida con celofán en las vitrinas de la madrileña calle de Serrano, la calle en la que anidaban los burgueses que habían ganado la guerra y se habían hecho con el botín, muchos de ellos sin salir de casa por miedo a ser reconocidos por algún cliente borrachín de la cantina de la checa.  Por temor  a ser sacados a la fuerza en pijama, de madrugada, y conducidos a la Cárcel Modelo o a San Antón, y más tarde a Paracuellos de Jarama en autobuses de dos pisos de la Compañía Madrileña de Transportes, bien trabados con cordeles de bramante. Eran los supervivientes de un horror por ellos engendrado, gloriosos, invictos,  sin haber dado un palo al agua en su acomodada vida aún a sabiendas de que las checas ya no existían; y,  también,  de que los republicanos habían sido fusilados o enviados a cárceles seguras.  Pasaban la vista a fotos en blanco y negro, en ocasiones coloreadas, para tener sus conciencias tranquilas conscientes de cómo se redimían los perdedores, aquellos que tenían rabo y unas patillas muy largas, erigiendo una magnánima basílica en Guadarrama, en el paraje inhóspito de Cuelgamuros. --Yo digo no hay trabajo sin pena ni dolor, y tú contestas, obí, obá, al estribillo--. Miguelito Laredo, alias Camagüey, que había salido indemne del intento de atropello por parte de don Secundino, alias Fosglutén, también de las ruedas del convoy, explicó a las intrigantes señoras de culo gordo la posible causa de semejante arrebato, sin llegar a entender cómo el jefe de estación se había lanzado contra él a la carga banderín en mano y con la saña de los energúmenos grises,  sin medir sus consecuencias. Aquellas adiposas mujeres, cual corifeo de tragedia griega, le respondieron  al unísono: --Pues claro, Dios le ha castigado--. Otras añadían: --¡Vámos, que insensato!--. Y una de ellas, la de culo más mofletudo, dijo sin apenas descomponerse: --¡Que le calcen unas chinelas!--. A la beata con el tobillo torcido hubo de transportarla a su casa en silla volante por dos hombretones acostumbrados a levantar pesos. Una racha de ventolín levantó polvareda en el barranco. Tan pronto como la procesión se puso en macha, las lagartijas de rabo cortado y los alacranes salieron de sus escondites para respirar un poco y poder tomar los últimos rayos de sol. Miguelito Laredo, alias Camagüey, que cerraba la procesión contagiado de un raro sentimiento místico, acarició suavemente las cachas de su revólver.

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