La idea de que el Ministerio del
Interior estudie endurecer la lucha contra la prostitución en las carreteras
mediante reformas penales es, a mi entender, brillante aunque insuficiente.
Habría que extender esas mismas penas a los “clientes” que demandan sus
servicios y, sobre todo, a los macarras que se mueren si se miran en el espejo
de un lavabo y que viven a costa de la miseria humana. Señala el ministro en
ese sentido que “a ninguna persona civilizada le gusta ese espectáculo”. Cierto,
a nadie le gusta. Pero no debería ser esa única la razón que pudiera justificar
tales posibles reformas. Porque, si ello fuera así, bastaría con esconder a las
prostitutas detrás de un alto muro para que nadie las viese. No, la razón
fundamental para erradicar ese triste espectáculo debería pasar en todo caso
por intentar desde el Estado dignificar
al conjunto de las personas que conforman ese Estado. En efecto, a nadie le
agrada observar tan denigrante espectáculo, de la misma forma que a nadie, tampoco,
le gusta percibir la malaventura del chabolismo. Pero ahí está presente, en las
periferias de nuestras grandes ciudades, para vergüenza de sus epulones
alcaldes. ¿También se estudiarán reformas penales para los chabolistas? ¿Y para
los rebuscadores en los contenedores de basura? ¿Y para los vagabundos que
duermen en los bancos de madera de los parques? Cuando se arruina un pueblo a
costa de un Estado resulta embarazoso ensayar desde el Gobierno de ese Estado
que el ciudadano hundido en la miseria, muchas veces por causas ajenas a su
voluntad (léase despidos empresariales por desubicación hacia países con mano
de obra más barata, lastres hipotecarios imposibles de poder asumir como consecuencia de esos despidos, etcétera)
viva con un cierto decoro. A esos desheredados de la fortuna tampoco les gusta
llevar los pantalones raídos ni sentirse obligados a tener que implorar la caridad en un comedor
social. Cuando la aliaga florece, el hambre crece. También sus espinas.
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