En su blog de El Correo de Andalucía Manuel Bohórquez
dice: “Me gustan las tabernas porque sus dueños, los taberneros, nunca te miran
si llevas o no las botas llenas de tierra del campo”. Y recuerda que “de niño
me llamaba mucho la atención cuando viviendo en Palomares del Río ibas a la
Caja Rural y si entrabas con las botas
llenas de barro te miraba el cajero como si fueras un apestado. Salvo si
entraban los señoritos del pueblo, que entonces decía el director: “No se
preocupe usté, don Vicente, que hay barros y barros…”. No sé por qué lo que
cuenta Bohórquez me viene al pelo con lo que está sucediendo con la infanta
Cristina y los Juzgados de Mallorca. Que si bajará la rampa en coche o lo hará
caminando; que cuántas calles habrá que cortar para tener la seguridad de que
ningún ciudadano abuchea a la hija del Rey en su casi improbable paseillo; que
si serán suficientes doscientos miembros de las fuerzas del orden para
controlar la situación; etcétera. En efecto: hay barros y barros y hay,
también, ciudadanos de primera y de segunda. A los ciudadanos del común, cuando
son requeridos por un juez en calidad de imputados, sólo se les pide que vayan
acompañados de abogado. No importa por dónde entran o por dónde salen. Depende
de las puertas habilitadas. Pero en el caso de la infanta la cosa cambia. Esta
señora, imputada de ida y vuelta, se ha hecho merecedora de todas las miradas
de los medios de comunicación y ha convertido en una opereta lo que, al menos
“a priori” parece un simple trámite legal. Se ha destapado la España cañí de charanga y
pandereta y está saliendo a flote toda la presunta corrupción que con escaso
éxito intentaba ocultarse debajo de las alfombras palaciegas. No se preocupe
usted, duquesa, que hay barros y barros. Y jueces serios y fiscales amaestrados.
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