El pasado domingo, en “El regreso
sefardita”, comentaba algo sobre otro artículo de Manuel Vicent (“La llave”)
aparecido ese mismo día en El País. Hacía referencia Vicent a la expulsión de
los judíos en 1492 de aquellos individuos que no desearon ser bautizados. Vicent,
ameno como siempre, refería en su artículo un bazar de Estambul donde conoció a un sefardí que guardaba como
un tesoro la llave de la casa de Toledo desde sus antepasados y, también, que
éste había hecho varios viajes a España donde, en cierta ocasión, encontró en
la almoneda de un gitano de Plasencia una cerradura herrumbrosa que abría esa
llave. La razón por la que vuelvo a aquel artículo de Vicent está relacionada
con una noticia que aparece, hoy martes, en El Periódico de Aragón: “Los
moriscos piden los mismos derechos que tendrán los sefardís”. Pues bien, Lo
primero que habría que decirle al redactor de la noticia es que el plural de
sefardí (que deriva del hebreo “sefard”, topónimo bíblico que la tradición
identificó con la Península Ibérica)
es sefardíes. Los judíos conversos fueron despectivamente conocidos como
marranos, de la misma manera que los musulmanes que se convirtieron al
cristianismo fueron conocidos como moriscos, quienes dejaron buena parte de
España sembrada de edificios de estilo mudéjar, sobre todo en Teruel. Pese a su
conversión, los moriscos siguieron hablando en árabe y manteniendo las tradiciones culturales del Islam, hasta que
una orden de Felipe III obligó a su expulsión definitiva. Así, entre 1609 y 1613
tuvieron que marchar a la diáspora alrededor de 300.000 “cristianos nuevos”.
Por otro lado, se sabe que tras el edicto de expulsión de los judíos, los
marranos (también “cristianos nuevos”) se vieron obligados a cambiar, además de
religión, de tradiciones, costumbres y apellidos. Los “cristianos viejos”, con
el recelo de los incultos, exigieron “limpieza de sangre” hasta el punto de que
hubo que escribirse los nombres de esos marranos en unos grandes lienzos (mantas)
que de inmediato colgaron de iglesias y catedrales. Así, la “manta” de Tudela
(colgada en 1610 en la capilla del Cristo del Perdón, permaneció allí hasta
mediados del s.XIX) es un ejemplo de ello y fue famosa al llevar inscrita más
de doscientos “mantudos”. La expresión “tirar de la manta” proviene de aquella
sinrazón y significaba, ayer y siempre, “descubrir lo que había interés en mantener
secreto”, entonces referido al deseo de que las generaciones futuras supieran
la verdad sobre la “pureza de sangre” de los “cristianos viejos”. Pero todo
estuvo rodeado de una gran hipocresía. Por algo reza el refrán: “Dime de qué
presumes y te diré de qué careces”.
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