Javier Gallego,
en su artículo El Infantalismo,
comenta que “la infanta ha creado un nuevo estilo de manipulación que es
tendencia en la política, un engaño para que las cosas parezcan todo lo
contrario de lo que son”. Esa señora firmaba todo lo que le ponía delante su
marido y nunca preguntaba nada. Es decir, que nunca pidió explicaciones sobre
cómo se pagaba su tren de vida o de dónde habían salido los 9 millones de euros
para la compra de la casa de Pedrales. Según Gallego, “le parecería normal que
el dinero siguiese cayendo de los árboles como había visto en casa de sus
padres”. Lo que ya no entiendo es cómo La Caixa
mantiene entre sus nóminas la de esta mujer tan aparentemente irresponsable. Lo
último que sabemos es que, durante la Semana
Santa, los duques de
Palma pasaron unas vacaciones de lujo en La Toscana. Y según comentaba Marisa Martín Blázquez en el Programa de Ana Rosa, “en la localidad
de Castellina in Chianti se encuentra el restaurante Albergaccio di Castellina,
dotado con una estrella Michelin.
Allí fue donde acudió la familia [Urdangarín] a hacer acopio de un ágape digno
de gente de un nivel económico muy alto”. ¿Recuerdan a la ministra Mato? Su cinismo fue de libro. Tampoco
sabía de dónde le llovía el dinero ni qué pintaba un jaguar en su garaje. Y aquella ministra-florero nunca tuvo la
dignidad de dimitir. En fin, los españoles estamos demostrando tener un nivel
de aguante fuera de lo común. Si la infanta tuviese un mínimo de dignidad,
debería renunciar a sus derechos dinásticos (que es lo que menos nos importa) y
ser consciente de que en España hay cerca de 13 millones de personas en riesgo
de pobreza o exclusión social. Por otro lado, la recomendación de los abogados
de Urdangarín de que éste se declare
insolvente para no afrontar las responsabilidades económicas que le impone el
juez Castro es un insulto a la
inteligencia colectiva. Los españoles merecemos mejor suerte.
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