Cuenta Antonio Burgos
en su artículo de ABC, “Y Sevilla se nos va”, que la chusma lo
está invadiendo todo. “A Sevilla -comenta Burgos- le demolieron las viejas
casas nobiliarias de la Plaza
del Duque; le derribaron medio catálogo de Arquitectura Civil Sevillana; le
convirtieron la Catedral
en un parque temático y al barrio de Santa Cruz, en un Polo de Desarrollo
Industrial Turístico. La degradaron, la adocenaron, la acatetaron. Le plantaron
una Torre Pelli en los cielos que perdimos de Romero Murube…”. Romero Murube, dice. ¡Ay, dónde quedó la Generación del 27!
Funcionario municipal y redactor-jefe de la revista Mediodía, don Joaquín
tendría hoy “la tristeza del conde
Laurel”, que dio nombre a una de sus novelas. Con Sevilla sucede una cosa:
es tan bonita que se ha llenado de turistas que desean conocerla. Pero hay
turistas respetuosos con lo sevillano fetén y chusma que todo lo confunde. Ya
sólo faltaría que se flotasen aviones para hacer de Triana, de Los Remedios o
de la Puerta Osario
lo que hace un grupo de bestias en el saloufest, donde una turba de británicos
e irlandeses acomplejados invaden las calles desnudos y haciendo botellón. En
Sevilla sobran las cuchipandas municipales, los turista irrespetuosos y los
dislates a lo Monteseirín, por muy
médico que sea. En Sevilla falta, cómo no, ese silencio elocuente que sólo se
produce cuando se admiran los reflejos en un estanque, cuando se escucha el
rumor de una fuente o cuando se huele a esencia de naranjos donde sólo hay
palmeras o se sueña con limoneros brillando como hespérides. La Sevilla que yo conocí,
esa, no volverá.
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