Me llena de sorpresa que RENFE esté decidida a pintar el
exterior de los trenes con anuncios publicitarios. Hombre, esas cosas quedaban
bien en los tranvías y los trolebuses con aquellos anuncios de Anís del Mono, Espuma Saquito o Calisay
cuando los tranvías eran de balconcillo y los trolebuses perdían el trole en
cada curva. A la velocidad que circulaban, podían leerse sin dificultad. Pero
en el caso de los trenes de alta velocidad la cosa cambia. Circulan con tal celeridad
que resulta imposible poder contemplar cualquier soporte publicitario desde un
páramo, salvo en los andenes de las estaciones en las que se detiene. Todo es
empezar. Se empieza poniendo publicidad en los vagones de tren y se puede
continuar en los trajes de torero (ya Luis
Reina, el diestro de Almendralejo, lo hizo a mediados de los años 80 sin
demasiado éxito. Concretamente en Plasencia, en agosto de 1987, con un terno
azul y oro, en cuyas mangas figuraba el nombre de la marca de electrodomésticos
japoneses Akai. Y antes, en los sanfermines
de 1978, un espontáneo se tiró al ruedo de Pamplona y dio pases con una muleta
en la que se leía: Amnistía/libertad),
en las casullas de oficiar misa, en las togas de los magistrados, en los trajes
espaciales, en las mitras obispales y en los cascos de bombero. Todo es
cuestión de tener un buen sponsor. La publicidad es la cara amable del
neoliberalismo. Interesa vender muchos teléfonos móviles pero jamás enseñar la
esclavitud de los niños en busca del coltán,
clave para la fabricación de componentes electrónicos y responsable de la
guerra que sufre la República Democrática
del Congo. Interesa vender mucha ropa de
Zara, pero nunca se habla de los
sueldos miserables que se pagan en países lejanos por confeccionar la ropa que
más tarde se luce en los escaparates de París o Londres, o en la neoyorquina
Quinta Avenida, o sea. A mi entender, el Ministerio de Fomento no debería
participar en ese triste juego. La ministra Pastor sabe de lo que hablo.
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