Miguel Ángel Moya
Domínguez acaba de ser condenado por un juez de Vigo a arresto domiciliario
durante cuatro días por haber hurtado en Bayona unos guantes, una bicicleta y
unas gafas de sol, por importe de 367’50 euros. Pero el señor Moya, que dormía en un cajero de la Caixa y que tuvo que hacer
mudanza a otro cajero del BBVA de la misma calle por un asunto obra menor, tiene
claro que “si quieren que cumpla la sentencia, que me paguen un hostal que vale
12 euros la noche”. No cabe duda de que aquel hurto no llegaba a los 400 euros
y, por tanto, a efectos jurídicos sólo era constitutivo de falta. El juez, el
secretario judicial, el agente encargado de los envíos postales, o el sursum corda, deberían haberse percatado
de que el señor Moya no disponía de domicilio conocido, a la hora de ordenarle
que se presentase en la sala de vistas en tiempo y forma por encontrarse
encausado. La bicicleta la había tomado de un portal pero nadie aseguró que no
pensara devolverla. Los guantes, por otro lado, sólo tenían un valor de 17’50
euros. Lo malo fue que las gafas eran unas rayban
y a un sintecho la sociedad le puede
perdonar todo, menos que mire con absoluto desdén a los clientes que sacan dinero
del cajero automático a través de unas gafas más propias de petimetres pijos
del sevillano barrio de Los Remedios, de pisaverdes de Puerto Chico en
Santander, de gomosos figurines de la madrileña calle de Serrano, o de
currutacos de la calle Tuset de Barcelona, que de okupas de agencias bancarias. Ahora sólo faltaría que el señor Moya
se dedicase a ir en bicicleta por las aceras, le parase un guardia, le multara
y le hiciera una quita dos puntos en un
carné de conducir que nunca tuvo.
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