La estatua de El Borne, en Barcelona, obra de Josep Viladomat, donde aparece Franco
si cabeza a lomos de un caballo es, además de surrealista, patética. ¿Alguien
con dos dedos de frente se imagina al gallego golpista montado sobre un
caballo? Hombre, si se tratase del caballito de cartón que existe detrás de la Lonja, en Zaragoza, tendría pase.
Me refiero, por si alguien lo desconoce, a la réplica en bronce del caballito
de cartón que hizo Rallo en homenaje
al fotógrafo Ángel Cordero. Un
caballito que tiene más brillo que los zapatos de charol del deán catedralicio,
a fuer de subirse los turistas sobre él para hacerse selfies de recuerdo con el teléfono móvil. Las fotos oficiales de
Franco no las hizo nunca Cordero, sino Jalón
Ángel, de pie, con una mano sobre la mesa de despacho, vestido de general
de los tres Ejércitos, con bigote y sin bigote, y con cara de pocos amigos, como
de estar dispuesto a volver a querer armarla. Cordero hacía fotos a reclutas en
horas de paseo, a jóvenes muchachas recién llegadas a Zaragoza para servir y a
chiquillos con sus padres tras haber sido pasados con la ayuda de un infantico
por el manto de la Virgen.
Las estatuas ecuestres sólo se perdonan en este país si son
del Cid Campeador, como la que existe
en el espolón de Burgos, del general Prim,
como la que se luce en Reus, o la de Espartero,
en Logroño, no por el jinete de Granátula de Calatrava, que representa al que
fuese regente durante un periodo de la minoría de edad de Isabel II, sino por la cojonera que gasta el equino. Vamos, que te
estás tomando unos vinos en la calle Laurel, subes unas escalinatas, los
contemplas detenidamente, y te entra un complejo de inferioridad de padre y muy
señor mío. De Franco se comenta que sólo tenía un güito, que el otro lo perdió
en la Guerra
del Rif. Ángel Hilario García de Jalón
Hueto, alias Jalón Ángel, invirtió su apellido, no se sabe si por imitar al
norteamericano Benson Benjamín, con
el que había trabajado en Francia. Y a Jalón Ángel se deben los retratos de
Franco en todas las dependencias oficiales, en las escuelas, en los teleclubes,
en las comisarías, en las residencias de Educación y Descanso, donde ni se
educaba ni se descansaba, y en los sellos de Correos. Pero montar a caballo no
parece que fuese su fuerte, ni con cabeza ni sin ella. Al menos, a mí no me
consta. Ya lo escribió Francisco de Quevedo: “Reloj en torre empinado/ es vuestro capón, princesa; / pero sin
ninguna pesa, / ¿de qué sirve el mazo alzado?”.
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