La foto de ayer al término de la investidura, estrechando la
mano Antonio Hernando a Mariano Rajoy, me recordó el cuadro de La
Rendición de Breda.
En el campo de batalla quedaban los cadáveres de Pedro Sánchez, que ese mismo día aparecía ante los micrófonos como Boabdil el Chico, el último emir
musulmán del reino nazarí tras la pérdida de Granada: “Llora como mujer…”,
etc.; y de otros quince compañeros de partido que jamás volverán a salir en la
foto. Aquí parece que todavía no se ha acabado esta guerra interna entre
socialistas, que lleva camino de convertirse en otra Guerra de los Treinta Años que todos sabemos cómo terminó. Aquella,
la de los Treinta Años, con la derrota de España y la independencia de los
Países Bajos; la de aquí, la de los socialistas, lleva camino de terminar como
el rosario de la aurora, o sea, a farolazos. Entre tanta polvareda desapareció don Beltrán y los de Podemos afilan los
cuchillos tras la inyección de hepal-crudo
y la cucharadita de fercobre fólico que
les ha administrado Gabriel Rufián,
portavoz adjunto de ERC, desde la tribuna de oradores del Congreso, donde éste
se vino arriba como los toreros de postín y abrió la caja de Pandora. Ana Pastor brincó en el asiento como si le hubiesen colocado una
sarta de petardos, y los socialistas presentes, a los que acusó de Iscariotes “por doblegarse a la cacique Susana Díaz, que gobierna la Comunidad Autónoma
con una de las tasas de paro y fracaso escolar más altas”, agachaban la
cabeza muertos de vergüenza. La dignidad del vencido no estuvo presente, como
sucede en el óleo de Velázquez. Eso,
a mi entender, fue lo peor de todo.
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