Me entero de que la urna con los restos de san Iñigo viajará hasta Calatayud el próximo 1 de junio
coincidiendo con la fiesta patronal. Iñigo, como nombre propio, procede del
celtibérico Enneco y nada tiene que
ver con Ignacio, posiblemente debido
a que Iñigo López de Recalde adoptó
más tarde el nombre de Ignacio de Loyola
en recuerdo de san Ignacio de Antioquía.
Como bien explicaba Iñigo de la Maza en un interesante
trabajo, el origen de Íñigo es Enneco, de raíz nativa prerromana, mientras que
el de Ignacio es Ignatius (latín), que significa ‘fuego’, o bien Ignêtes
(en griego), que equivale a ‘innato’. La otra fuente de confusión en darle la
misma equivalencia a Íñigo e Ignacio, está en que Enneco evolucionó, en lengua
vasca, a Iñaki (forma hipocorística de Ignacio), y Sabino Arana (ese ídolo del PNV que llamaba a España ‘Maketania’ y que, según él, estaba
llena de gente perezosa, torpe, corta, sucia e impía) propuso la traducción de Iñaki por Ignacio en
castellano. Aquel odio a todo lo que representaba España quedó reflejado
perfectamente en un párrafo de uno de sus escritos: “Si algún español se ahoga
y pide socorro, contéstale: “Niz eztakit
enderaz”, o sea, “no sé castellano”. Pero a lo que iba, moreno. Entre las
personas mencionadas en la Edad
Media que usaron el nombre Enneco (Íñigo) encontramos en las
primeras crónicas de Navarra al caudillo Enneco
Aritza (Íñigo Garcés, llamado Arista, 824-851) y su hijo Garsea Enneconis (García Íñiguez de
Pamplona, 851-880) reyes de Navarra y Sobrarbe; y, cómo no, san Enneconis (san Íñigo), abad
benedictino del Monasterio de Oña. El significado literal de Enneco, (en [e] “ko”) equivale a “situado en una pendiente montaña”.
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