Eso dice El Mundo en su editorial de hoy con respecto a los deseos del la Izquierda de expulsar de su "pirámide" al Faraón de Cualgamuros: que es "un estéril ejercicio de melancolía". Parece evidente que el Gobierno que preside Mariano Rajoy “aparcará” la exhumación
de Franco del Valle de los Caídos de
la misma manera que “aparcó” inexplicablemente la Ley de la Memoria Histórica
impulsada por Rodríguez Zapatero, no
por derogarla, que no está derogada, sino por falta de dotación económica, que
es peor que su derogación. Una proposición no de ley no obliga a su
cumplimiento, pero deja constancia política de unos deseos democráticos. El
Gobierno, inexplicablemente, hace referencia a las dificultades que podría plantear a la familia del dictador
sacar los restos del sátrapa y trasladarlos a otro lugar, por ejemplo el panteón
de Mingorrubio, donde está enterrada Carmen
Polo Valdés y donde estuvo enterrado su nieto Francisco de Asís, fallecido en accidente de tráfico, antes de que
se trasladasen sus restos al Monasterio
de las Descalzas Reales, donde descansan los restos de su padre, Alfonso de Borbón Dampierre y de su tío
Gonzalo. De hecho, el Ayuntamiento de
Madrid asume el mantenimiento de la capilla y la cripta privada, construidas
ambas con fondos del Estado, por un acuerdo firmado con Patrimonio Nacional en
1975. Allí se pensaba que iban a ser enterrados Franco y su mujer. Pero hubo
durante su larga agonía en La Paz un “cambio de
planes”. Según Rufo Gamazo, “bajo
las órdenes de Carlos Arias Navarro,
con la sanción de Juan Carlos y por
sugerencia del Servicio Central de Documentación y la alta jerarquía militar,
antes de la Operación Lucero”. En
ese sentido, relata el periodista Jorge
Vilches (La Razón, 04/04/2017)
que “según el general Juan María de
Peñaranda, el Servicio Central de Documentación (Seced) –Cesid desde 1977,
y luego CNI–, dependiente de
Presidencia de Gobierno, fue el encargado de la elaboración de un plan completo
y minucioso para que “se cumpliesen las previsiones sucesorias”. Todo se hizo
al margen de la opinión de Franco y de su familia; es más, el marqués de Villaverde, yerno del
dictador, no fue más que un obstáculo durante esos dos años. La idea era
aquello que entonces se oía: ‘Después de Franco, las instituciones’. El equipo
del Seced estudió hasta los detalles
más pequeños. La familia tenía un panteón en El Pardo, pero no se sabía si
quería ser enterrado allí, en el Pazo de Meirás, en el Tercio de la Legión, o en el Valle de
los Caídos. Arias dijo que no había que consultar a la familia, porque quien
moría no era Franco, sino el Jefe del Estado, y ‘se le va a enterrar donde
nosotros digamos..., a no ser que hubiera dejado el propio Franco algo
dispuesto’. En secreto decidieron que se enterrara en el Valle de los Caídos,
un conjunto escultórico que no estaba pensado para eso, pero que evitaría las
manifestaciones descontroladas y el vandalismo por su aislamiento. Por esta
razón, y de forma urgente, se hicieron obras tras el Altar Mayor para albergar
el cadáver del dictador...”. (...) “La imagen de solemnidad y evitar el
ridículo eran otras de las prioridades de Arias. Se decidió que el Palacio de
Oriente, donde Franco hacía sus emblemáticas apariciones, era el lugar más
conveniente para la asistencia de la gente: más vistosidad y mayor control. Sin
embargo, el recorrido del féretro presentó problemas por las resbaladizas
cuestas que comunican el Palacio con la carreta de La Coruña. Saltó la
alarma cuando se dieron cuenta de que un coche de caballos, tirando del enorme
peso de un armón, podía dar un paso en falso y el que el féretro se moviera o
cayera. Una foto o una toma de televisión de este tipo echarían por tierra la
imagen de la sucesión solemne. Se decidieron entonces por un vehículo militar,
al que se le acopló con mucha dificultad un féretro, pero que aseguraba la
tranquilidad...”. En fin, como en el microrrelato de Augusto Monterroso: “Cuando despertó,
el
dinosaurio todavía estaba allí”.
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