viernes, 12 de mayo de 2017

Un estéril ejercicio de melancolía




Eso dice El Mundo en su editorial de hoy con respecto a los deseos del la Izquierda de expulsar  de su "pirámide" al Faraón de Cualgamuros: que es "un estéril ejercicio de melancolía". Parece evidente que el Gobierno que preside Mariano Rajoy “aparcará” la exhumación de Franco del Valle de los Caídos de la misma manera que “aparcó” inexplicablemente la Ley de la Memoria Histórica impulsada por Rodríguez Zapatero, no por derogarla, que no está derogada, sino por falta de dotación económica, que es peor que su derogación. Una proposición no de ley no obliga a su cumplimiento, pero deja constancia política de unos deseos democráticos. El Gobierno, inexplicablemente, hace referencia a las dificultades que  podría plantear a la familia del dictador sacar los restos del sátrapa y trasladarlos a otro lugar, por ejemplo el panteón de Mingorrubio, donde está enterrada Carmen Polo Valdés y donde estuvo enterrado su nieto Francisco de Asís, fallecido en accidente de tráfico, antes de que se trasladasen sus restos al Monasterio de las Descalzas Reales, donde descansan los restos de su padre, Alfonso de Borbón Dampierre y de su tío Gonzalo. De hecho, el Ayuntamiento de Madrid asume el mantenimiento de la capilla y la cripta privada, construidas ambas con fondos del Estado, por un acuerdo firmado con Patrimonio Nacional en 1975. Allí se pensaba que iban a ser enterrados Franco y su mujer. Pero hubo durante su larga agonía en La Paz un “cambio de planes”. Según Rufo Gamazo, “bajo las órdenes de Carlos Arias Navarro, con la sanción de Juan Carlos y por sugerencia del Servicio Central de Documentación y la alta jerarquía militar, antes de la Operación Lucero”. En ese sentido, relata el periodista Jorge Vilches (La Razón, 04/04/2017) que “según el general Juan María de Peñaranda, el Servicio Central de Documentación (Seced) –Cesid desde 1977, y luego CNI–, dependiente de Presidencia de Gobierno, fue el encargado de la elaboración de un plan completo y minucioso para que “se cumpliesen las previsiones sucesorias”. Todo se hizo al margen de la opinión de Franco y de su familia; es más, el marqués de Villaverde, yerno del dictador, no fue más que un obstáculo durante esos dos años. La idea era aquello que entonces se oía: ‘Después de Franco, las instituciones’. El equipo del Seced estudió hasta los detalles más pequeños. La familia tenía un panteón en El Pardo, pero no se sabía si quería ser enterrado allí, en el Pazo de Meirás, en el Tercio de la Legión, o en el Valle de los Caídos. Arias dijo que no había que consultar a la familia, porque quien moría no era Franco, sino el Jefe del Estado, y ‘se le va a enterrar donde nosotros digamos..., a no ser que hubiera dejado el propio Franco algo dispuesto’. En secreto decidieron que se enterrara en el Valle de los Caídos, un conjunto escultórico que no estaba pensado para eso, pero que evitaría las manifestaciones descontroladas y el vandalismo por su aislamiento. Por esta razón, y de forma urgente, se hicieron obras tras el Altar Mayor para albergar el cadáver del dictador...”. (...) “La imagen de solemnidad y evitar el ridículo eran otras de las prioridades de Arias. Se decidió que el Palacio de Oriente, donde Franco hacía sus emblemáticas apariciones, era el lugar más conveniente para la asistencia de la gente: más vistosidad y mayor control. Sin embargo, el recorrido del féretro presentó problemas por las resbaladizas cuestas que comunican el Palacio con la carreta de La Coruña. Saltó la alarma cuando se dieron cuenta de que un coche de caballos, tirando del enorme peso de un armón, podía dar un paso en falso y el que el féretro se moviera o cayera. Una foto o una toma de televisión de este tipo echarían por tierra la imagen de la sucesión solemne. Se decidieron entonces por un vehículo militar, al que se le acopló con mucha dificultad un féretro, pero que aseguraba la tranquilidad...”. En fin, como en el microrrelato de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.


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