jueves, 11 de mayo de 2017

El tío el fagot






De la muerte de Ramiro Carramiñana me enteré por Penicilinas. Me encantaba la idea de que ya no pensaba volver al Seminario en octubre. Aquel verano, él y yo nos hicimos grandes amigos. Penicilinas era hijo del mancebo de botica de la oficina de farmacia del pueblo, cuyo licenciado, don Mamertino Ruiz del Árbol, casi no aparecía por ella, salvo por las tardes para llevarse la recaudación.
            Penicilinas era espigado, con el pelo ralo y una cierta propensión hacia el gorroneo más acendrado. Por aquellos años faltaba casi de todo y, recuerdo, él y yo llevábamos pantalones bombachos, patillas muy altas y un esbozo de bigote acorde con nuestra gloriosa pubertad.
            Casi todas las tardes gustábamos de caminar junto a la carretera que hacía hilo con Zaragoza. Saludábamos, esperando respuesta, a los primeros turistas extranjeros que desconocían nuestro idioma y nuestras costumbres, poco acordes con el resto de Europa. Otras veces, por variar, nos acercábamos hasta la  Estación de FC., siempre coincidiendo con la llegada del tren correo de Ariza, más que nada por ver el glorioso cuerpo de Adela, la mujer del factor de noche.
            --Niño, déjame pasar.
            La casa del pobre Ramiro estaba situada en la calle Estrecha. Su verdadero nombre no era ese, sino calle de Federico Mistral, aunque todos la llamábamos así. No me pregunten por qué, que no lo sé. Allí acudimos Penicilinas y yo dispuestos a ver en el difunto la brevedad de la vida, cuya alma guarde Dios, amén de por si caía algo dentro de nuestro maltrecho cuerpo de chicos de posguerra.
            En el portal, un crespón negro anunciaba el luto de los moradores. El tío del fagot ni se inmutaba. Sentado en una silla de tijera, junto a un botijo, había dejado de interpretar “Orquídeas a la luz de la luna”, con los ojos en blanco y la cara de cartón.
            El tío del fagot sabía muchas historias; de cuando sirvió al Rey en Burgos, del viaje hasta Montijo por cuestiones de una herencia, y el día en que robó al párroco la llave de la Iglesia, para poder tocar en el armonio las sinfonías K-1 y K-2 de Scarlatti y el Adagio de Albinoni.  Me contó, antes de que la vista le traicionase, lo del baile frustrado y el caso de la meretriz piadosa. Sólo lo hizo en una ocasión. Nunca más volvió a darme detalles de ambas cuestiones, por más que le tirara de la lengua, que fueron muchas las veces. Dejó de hablar conmigo y con todo el mundo, así, por las buenas, un día cualquiera y sólo por san José rompía el silencio y contestaba a todo el mundo cuanto quisieran saber sobre él. El resto del año lo pasaba soplando el fagot, matando moscas con rete y mango a ciegas y liando cigarrillos de picadura selecta.
            --Le acompaño el sentimiento.
            Lo del baile tiene mucha gracia saliendo de su boca, ahora  sellada. Imagina un local muy blanco y limpio, separado en dos mitades iguales por una densa cortina opaca de terciopelo que cuelga del techo. A uno de los lados queda el ambigú, los veladores y unas comadres trasegando gaznate abajo horchata fría, mistela y agua de búcaro. Al otro lado de la cortina, las parejas apechugaditas bailando el fox-trot ese, la polca y la pachanga, con aseo y marcando el paso como mandan los cánones de Las Alpujarras. Todo perfecto, hasta que un gamberro tira de la cortina por colgarse en ella y tapa a todos, o sea, parejas de baile, comadres, voyeurs de barra, camareros... Y del griterío se pasa a la histeria colectiva, a los ahogos, a los restregones a discreción y al sálvese quien pueda. Y aquel gamberro, mira que los hay bordes, oye, no teniendo bastante con el cirio montado, apaga las luces de la pista y suelta una colección de petardos y bombas fétidas bajo la siniestra capa, a lo cafre, oye, que a la Miguela, la del tío Brocha, casi le cuesta la vida esa gamberrada. Yo es que me pongo encanado de risa sólo de recordarlo.
            La calle Estrecha tenía forma de ele y no medía más de dos metros de anchura. Al tío el fagot, según me contara un día de san José, le recordaba la calle del Potro, de Sevilla. Allí enganchó unas purgaciones de garabatillo el mismo año en que se acabara la guerra de África. Dice que se las curó con el aceite inglés y el “salvarsán”, que ya existían.
            En el silencio compinchado de la noche morada podía escucharse como un lamento gitano aquel enrarecido “ora pro nobis”, repetido una y mil veces, y que parecía salir astillado por las rendijas de las persianas y las celosías del piso superior.
            --¿Subimos?
            --Vale.
            En principio dudamos sobre la conveniencia o no de entrar en aquella casa. Nos pudo la morbosidad, el aburrimiento, o las dos cosas a la vez. A Penicilinas le animó el hambre, ya que sabía que siempre podría echar algo al cuerpo, dadas las costumbres. Hay dos cosas, pensé, que encandilan a los españoles. La primera de ellas es la de mover cadáveres de un lado para el otro; la segunda, los uniformes y las gorraviseras. Ignoro el motivo.
            --Anda, pasa tú primero. Te conocen más.
            --Bueno.
            En la habitación donde yacía Ramiro Carramiñana sobre una cama con colcha de ganchillo, unas mujeres enlutadas gemían, hacían silencios largos, se abanicaban, miraban el cadáver, rezaban algo, y así toda la noche. Impresionaban los cirios puestos en las mesillas, que daban un aspecto tétrico. Unas moscas muy pesadas rondaban por la alcoba. El calor era también muy raro.
            En otra habitación con más luz, varios hombres, sentados en torno a una mesa camilla vestida de verde, y con un tapete de ganchillo parecido al existente en la cama del difunto, bebían  anís “Las cadenas”, brandy “Tres cepas”, “Machaquito” y licor “Izarra”, que hacía juego con el tapete. Una vela a medio consumir alumbraba las imágenes de los santos Teopompo y Sinesio, quienes miraban al cielo con cara descansada, como después de utilizar el “Laxén-Busto” con aprovechamiento. Al lado de los santos, un diploma de “Corte y Confección” ponía la nota académica a la noche serena y cálida de espantos. En la otra pared, un anuncio de “Hipofosfitos Salud” servía de soporte a un calendario raquero.
            --Haga el favor, hombre, me acerque la escupidera.
            --Sí señor.
            --¿Hace un “Machaquito”?
            --No señor.
            --¿Es usted abstemio?
            --Puede...
            El diploma de “Corte y Confección” había sido expedido por la Academia  Elegance a la señorita María Carrodilla Carramiñana del Río, por la aplicación demostrada durante el curso 1947-48, según rezaba, en la calle Cuatro de Agosto, 4, de Zaragoza. O sea, en El Tubo. En otro rincón, sobre una máquina de coser “Singer”, estaba colgado el retrato de primera comunión de Tolentino Carramiñana del Río, hermano de la anterior, hijo del difunto y que, ahora, pasado el tiempo, ejercía con aseo la venta de lencería fina de la casa “Cañamares, S. en C.”, por la parte e Osorno, provincia de Palencia.
            --Capicúa.
            --¿Mande?
            --La academia. Lo pone ahí.
            --¡Ah!, pensaba...
            En la calle Estrecha seguía tocando el fagot el ciego. Ahora intentaba “Lilí  Marlén”, en Do sostenido, con los ojos en blanco, como los santicos liliputienses.
            Un vecino, que se servía otra copita, ahora de “Izarra”, dijo que impresionaba Ramiro sobre la cama, con traje oscuro y la boina calada hasta las orejas. Yo nunca había visto de cerca el rostro de un difunto y hervía de curiosidad. Como sólo había un sitio disponible, se lo cedí a Penicilinas. Le resultaría más fácil arrimarse a las rosquillas. Me quedé de pie, junto al quicio de la puerta. Entonces, y  aprovechando que don Mamertino llegaba en ese momento y quería ver el cadáver de Ramiro, me colé de rondón. Casi me desmayo. Entre la oscuridad, las velas, la falta de ventilación y aquel raro olor a no sé qué, se me cambió la color hasta semejar una de esas muñecas de porcelana china. El movimiento sinuoso e intermitente de las velas conseguía que pareciese que Ramiro respiraba a tumbos. Su desconsolada viuda, Petra del Río González, lloraba a calzón quitado. Se había maquillado y tenía boquita de piñón. De la cama del difunto pendía una gran cruz de metal que casi daba en el suelo. En la pared, a un lado, estaba la foto de boda en blanco y negro, retocada y coloreada por un aprendiz. No eran ni parecidos, ni los hubiese reconocido la madre que los parió. Las prendas de ganchillo atafetanadas, como la del tapete del cuarto de estar, o la de la colcha del difunto, las enviaba desde caracas una hermana del tío del fagot, Giselda, dueña de una casa de lenocinio, que había marchado a  América  cuando salió huyendo de Franco y  coincidiendo con la toma de Barcelona por las tropas nacionalistas. En Caracas conoció a Pepito Acuña, nada más desembarcar en el puerto y despedirse del vapor Escolano, que la había llevado sin ahogarla. Cuando escribe cada año, por Navidades, utiliza palabras que no entendemos los de aquí, tales como chavetado, campisto, percusio, monifato, zarandajo, sariposo...
--Haga el favor, hombre, me pase una rosquilla.
            --Sí señor.
--Queso también.
            --Sí señor.
            Del cuarto de al lado salió un gemido insufrible, coincidiendo con los Misterios Dolorosos del Santo Rosario.
            --Anda, se hace tarde.
            Penicilinas se levantó de la silla a regañadientes, tras haberse metido entre pecho y espalda dieciséis magdalenas, siete rosquillas, tres vasos palmeros de mistela y una copita de “Izarra”, por no hacer un feo.
            El tío del fagot, hermano de Giselda, había cambiado ahora el ritmo y se inclinaba por una milonga.  La luna parecía tonta, con cara redonda de carne con ojos.
            --Eres un capullo, Mamertinito. No piensas más que en comer.
            --El que come, escapa.
            A Penicilinas le había puesto el cura al nacer el mismo nombre que tenía el farmacéutico. Los motivos eran dos: uno, por darle coba al jefe; y, dos, por ver lo que caía. Y cayó una estilográfica “Pelikán” con plumilla de oro, y un lote de medicamentos compuesto de seis cajas de “Hepal-crudo forte”, tres cajas de “Ceregumil” y una lata de congrio en vinagre, de “Alfageme y Cía”. Vigo. España.
            Lo de la meretriz piadosa bien merecería capítulo aparte, aunque sabe Dios  que el tío del fagot era la sapiencia personificada y que, cuando contaba algo, sólo el día de San José, lo hacía con elegancia, exento de jactancia y, únicamente con deseos de enseñar al que no sabe. Era hombre de mundo, amarrado ahora al oscuro rincón por la ceguera.
            --Maestro, ¡qué bien se está callado!
            --Mejor se está sin decir ná.
            Pues resulta que aquel año se inauguraba la fuente de cinco caños en La Almunia de Doña Godina y, contaba el tío del fagot que apareció por ese lugar el Gobernador Civil,  que era un falangista de la primera hornada, un tal Pardo de Santayana, con un rabo de guardias civiles. Por aquellas fechas, el tío del fagot tuvo que ausentarse del pueblo y marchar hasta La Rinconada, cerca de Sevilla. Hizo una escapada y estuvo dos días hospedado en una fonda de la calle San Eloy, cerca de Sierpes. En la Alameda de Hércules, o en la calle Feria, o por allí cerca, conoció a una mujer de bandera que hacía las esquinas, pero con salero, no como esas otras que se quedan como un saco de patatas fritas esperando que te desahogues cuanto antes. Y el tío del fagot, que siempre presumió de hombría y carajo se marchó con ella, ya sabes, a esas cosas... Para qué te voy a explicar, si tú tienes pelos en los cojones. No veas, escucha, cuando subieron las escaleras y dieron con el ático de la dama. Un cuarto oscuro, con un catre destartalado, una mesilla de noche que no te quiero ni contar y, para acabar de enredarla, una santa, o una virgen, que todas se parecen, con lamparillas de aceite, sobre un altillo. Pero no es eso lo peor. Para mis entendederas, aquello era como lo del baile aquel, con el gamberro de marras, la cortina que se cae; vamos, un caso. Total, a lo que iba, que la tía se desnuda y se queda en porretas sobre el jergón. Pero al otro lado de la cortina salían unos quejidos negros muy lastimeros. El tío del fagot se empezaba a poner nervioso y, según me dijo, ya no tenía ganas más que de marcharse. Hizo de tripas corazón, se metió en la cama con ella y sin poder resistir la curiosidad por más tiempo preguntó qué era lo que pasaba al otro lado de la cortina. “Nada –le contestó la rabiza--. Ahí está mi madre agonizando desde hace seis semanas”. Mira, escucha, el tío el fagot se puso los pantalones, salió a la calle, pilló un taxi, regresó a La Rinconada y nunca más volvió por Sevilla, ni tan siquiera cuando le tocó el viaje aquel de la Caja de Ahorros con todo pagado. Prefirió, eso sí, conquistar en el pueblo a la criada del farmacéutico, que era de Siétamo, y hacer lo que se pudo, hasta el día en que la echaron de casa por sisar en la compra.
            Amanecía cuando nos íbamos a dormir. Faltaban pocas horas para que Ramiro recibiera sepultura. El tío del fagot había guardado el instrumento en su estuche. Estaba fatigado de interpretar aquella cálida y larga jornada. Necesitaba descansar,  consciente de que nada es tan llevadero como un gustoso hartazgo de música de viento en el silencio mudo de la noche morada.

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