El balcón de su alcoba daba frente por frente al taller
de confección de Mónica Durán, patrones
de París, donde colaboraban cinco hermosas muchachas. Cuando aparecía el camión
de Willy, todas ellas, incluida Mónica Durán, la maestra de corte, dejaban el
trabajo a un lado y observaban alborotadas,
siempre a través de las cortinas,
cómo Pío Lancáster, alias Willy, se atusaba el pelo, encendía un chéster, daba las
acostumbradas y cariñosas pataditas a las ruedas delanteras de la tractora de su Scania,
el Salón Doré, caballeros doscientas pesetas, señoritas gratis, sacaba tomaba
su cazadora y su hatillo y enfilaba calle arriba por el recorrido habitual. Y,
así, semana tras semana.
Pío Lancáster, alias Willy, se duchaba con jabón “flores
de Guris”, Ariza, España, se afeitaba con navaja de Albacete, se mudaba de
ropa, se limpiaba los botines con sebo de caballo, para hacerlos casi eternos,
se cepillaba los dientes con “denticlor”
y se aplicaba unas gotas de agua de colonia concentrada “Álvarez Gómez”, Sevilla, 2, Madrid, sobre el torso; y, luego,
atenazado por la duda, deshojaba la margarita que había arrancado horas antes
de un sembrado de la provincia de Toledo, entre Juncos y Numancia de la Sagra, que antes de la
guerra se llamaba Azaña, en un ritual ceremonioso que siempre le daba el “sí me quiere”.
“¡Ah la
margarita, -pensaba horas antes, sentado al volante del camión- ese sublime
nombre de mujer!”. Y no se equivocaba, que para eso había leído a Goethe, y
conocía “Fausto”, donde asoma el
personaje de Margarita, la joven sencilla e inocente, que, por una horrible
fatalidad, se ve profanada y arrastrada al crimen, aunque su corazón rebosa de
amor a la virtud, y que muere loca en el cadalso.
Y de esa guisa,
con el ánimo templado y más galán que Mingo, se acercaba hasta una entrada con
derecho a consumición, cruzaba en diagonal una casi vacía pista de baile donde
a esas horas siempre interpretaban los músicos un fox-trot para ir calentando, y en el selecto servicio de ambigú
tomaba lentamente un “caruso” servido
por Paquito Marimón, que había aprendido el arte del cóctel siendo empleado de Wagon-lit en el expreso “Costa Brava”. Y
Paquito Marimón, en una coctelera con hielo picado, vertía un tercio de ginebra,
un tercio de vermouth seco y otro tercio de pepermint, adornado con unas hojas de menta fresca.
--Eres un artista, Paquito.
--Gracias, Willy.
Y
Paquito Marimón, que era hombre bien nacido y que sabía agradecer los
elogios que Willy hacía sobre sus cócteles, le añadía por cuenta de la casa un
platillo con un carpaccio de hongos en láminas casi translúcidas, en un lecho de
vinagre y zumo de limón, sal, pimienta y cebollino picado.
--A los de aquí no se les puede
dar cosa distinta a pan con salchichón.
No agradecen la nueva cocina. ¡Como no han salido del pueblo...! ¿Me
comprendes Willy?
--Sí, Paquito, es una pena.
El salón se iba animando. Ahora la Orquestina Laurel,
que contaba con cantante imitador,
interpretaba “Latino” en la voz de Narciso Carotone, que era
de Jaraba y que había educado sus
cuerdas en una academia de Barcelona. Narciso Carotone tenía tupé y
una camisa llena de volantes que había copiado de una fotografía de El
Titi en el taller de confección de
Mónica Durán, patrones de París. Luego vino un descanso, que aprovecharon los
músicos para tomar cerveza de barril y
Narciso Carotone para escuchar las alabanzas que le brindaba doña Amelia, la esposa del sargento-comandante de
puesto, que era de Calmarza y muy forofa
de Raphael y de José Luis y su guitarra. Pero mientras hablaba doña Amelia con
Narciso Carotone, hubo un cruce de miradas entre ella y Willy, que ahora se
aplicaba con devoción de novicia a un
platillo de anchoas en salazón acompañado de un “between the sheets”, la bebida
que el detective belga Hércules Poirot rechazó en la película “Muerte bajo el sol”, en beneficio de un batido de plátano.
Pero Willy, que era un gran catador de
cócteles, no dejó pasar la ocasión de libar algo insuperable hecho basándose en
ron blanco, coñac y cointreau, regado
por un buen chorro de zumo de limón. Ni tampoco dejó pasar la ocasión de hablarle a doña Amelia
con el silencio mudo de la mirada encendida.
Willy le guiñó un ojo y ella, en reciprocidad, que había entendido el
mensaje de aquellas pupilas como cráteres en erupción, miró para otro lado ruborizada aunque herida de deseo
insatisfecho en magnética noche morada. Willy
presuponía de antemano que doña Amelia sería suya aquella velada en el centro del escenario surrealista
que siempre brota como ramillete de flores silvestres de cuneta de lo más hondo
de sus sueños. Tomó el último sorbo de aquel cóctel en su día rechazado por
Hércules Poirot, se despidió de Paquito Marimón y se retiró a descansar no sin
antes dar unas suaves pataditas a las ruedas delanteras del camión. Del Salón
Doré salían los dulces sones de “La
comparsita”, y un gañán, sin quitarse la boina por respeto al lugar, se la
meneaba sin la ayuda de nadie en las rijosas escalinatas de la cruz de los
caídos.
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