miércoles, 3 de mayo de 2017

Willy




Pío Lancáster, alias Willy, era diferente al resto de los vecinos de aquel pueblo. Willy era un romántico empedernido con aire de seminarista rebotado que musicaba con una vieja vihuela estrofas de historias inverosímiles, deshojaba margaritas, conocía mundo y fumaba chesterfield. Su profesión de camionero, comiendo pan de muchas tahonas, le había dado un cierto aire de galán de películas que acentuaba la admiración  de las muchachas y  la envidia de los gañanes a la hora de bailar en el  Salón  Doré cada sábado por la noche. A Pío Lancáster Macipe, alias Willy, le gustaba la cerveza de barril, las botas afiladas,  las uvas de Vinalopó y los talismanes con colmillos de animales. Willy llevaba siempre al cuello una gruesa cadena plateada con un colmillo de cochino jabalí, que decía darle suerte. Cuando Willy aparecía por el pueblo cada viernes en la atardecida, aparcaba cuidadosamente un trailer con cisterna de acero inoxidable donde ponía  con letras grandes y amarillas Matheu & Taylor en una amplia explanada, le daba unas suaves pataditas a las ruedas motrices con las botas de chúpame la punta y los tacones cubanos, volvía la vista hacia  un balcón, siempre hacia el mismo balcón, tomaba  el hatillo y  la chamarra de piel de vacuno, y se encaminaba parsimoniosamente hacia su  casa con aspecto cansado.
            El balcón  de su alcoba daba frente por frente al taller de confección de  Mónica Durán, patrones de París, donde colaboraban cinco hermosas muchachas. Cuando aparecía el camión de Willy, todas ellas, incluida Mónica Durán, la maestra de corte, dejaban el trabajo a un lado y observaban alborotadas,  siempre  a través de las cortinas, cómo Pío Lancáster, alias Willy, se atusaba el pelo, encendía un chéster, daba  las  acostumbradas y cariñosas pataditas a las ruedas  delanteras de la tractora de su  Scania, el Salón Doré, caballeros doscientas pesetas, señoritas gratis, sacaba tomaba su cazadora y su hatillo y enfilaba calle arriba por el recorrido habitual. Y, así, semana tras semana.
            Pío Lancáster, alias Willy, se duchaba con jabón  flores de Guris”, Ariza, España, se afeitaba con navaja de Albacete, se mudaba de ropa, se limpiaba los botines con sebo de caballo, para hacerlos casi eternos, se cepillaba los dientes con “denticlor” y se aplicaba unas gotas de agua de colonia concentrada “Álvarez Gómez”, Sevilla, 2, Madrid, sobre el torso; y, luego, atenazado por la duda, deshojaba la margarita que había arrancado horas antes de un sembrado de la provincia de Toledo, entre Juncos y  Numancia de la Sagra, que antes de la guerra se llamaba Azaña, en un ritual ceremonioso que siempre le daba el “sí me quiere”.
“¡Ah la margarita, -pensaba horas antes, sentado al volante del camión- ese sublime nombre de mujer!”. Y no se equivocaba, que para eso había leído a Goethe, y conocía “Fausto”, donde asoma el personaje de Margarita, la joven sencilla e inocente, que, por una horrible fatalidad, se ve profanada y arrastrada al crimen, aunque su corazón rebosa de amor a la virtud, y que muere loca en el cadalso.
Y de esa guisa, con el ánimo templado y más galán que Mingo, se acercaba hasta una entrada con derecho a consumición, cruzaba en diagonal una casi vacía pista de baile donde a esas horas siempre interpretaban los músicos un fox-trot para ir calentando, y en el selecto servicio de ambigú tomaba lentamente un “caruso” servido por Paquito Marimón, que había aprendido el arte del cóctel siendo empleado de Wagon-lit en el expreso “Costa Brava”. Y Paquito Marimón, en una coctelera con hielo picado, vertía un tercio de ginebra, un tercio de vermouth seco y otro tercio de pepermint,  adornado con unas hojas de menta fresca.
            --Eres un artista, Paquito.
            --Gracias, Willy.
            Y  Paquito Marimón, que era hombre bien nacido y que sabía agradecer los elogios que Willy hacía sobre sus cócteles, le añadía por cuenta de la casa un platillo con un  carpaccio de hongos en láminas casi translúcidas, en un lecho de vinagre y zumo de limón, sal, pimienta y cebollino picado.
            --A los de aquí no se les puede dar  cosa distinta a pan con salchichón. No agradecen la nueva cocina. ¡Como no han salido del pueblo...! ¿Me comprendes Willy?
            --Sí, Paquito, es una pena.
            El salón se iba animando. Ahora la Orquestina Laurel, que contaba con cantante imitador,  interpretaba “Latino” en la voz de Narciso Carotone, que era de  Jaraba y que había educado sus cuerdas en  una academia  de Barcelona. Narciso Carotone tenía tupé y una camisa llena de volantes que había copiado de una fotografía de El Titi  en el taller de confección de Mónica Durán, patrones de París. Luego vino un descanso, que aprovecharon los músicos para tomar cerveza de barril  y Narciso Carotone para escuchar las alabanzas que le brindaba doña  Amelia, la esposa del sargento-comandante de puesto, que era de Calmarza y  muy forofa de Raphael y de José Luis y su guitarra. Pero mientras hablaba doña Amelia con Narciso Carotone, hubo un cruce de miradas entre ella y Willy, que ahora se aplicaba con devoción de novicia a  un platillo de anchoas en salazón acompañado de un “between the sheets”,  la bebida que el detective belga Hércules Poirot rechazó en  la película “Muerte bajo el sol”,  en beneficio de un batido de plátano.
             Pero Willy, que era un gran catador de cócteles, no dejó pasar la ocasión de libar algo insuperable hecho basándose en ron blanco, coñac y cointreau, regado por un buen chorro de zumo de limón. Ni tampoco dejó  pasar la ocasión de hablarle a doña Amelia con el silencio mudo de la mirada encendida.  Willy le guiñó un ojo y ella, en reciprocidad, que había entendido el mensaje de aquellas pupilas como cráteres en erupción, miró para  otro lado ruborizada aunque herida de deseo insatisfecho en magnética noche morada. Willy  presuponía de antemano que doña Amelia sería suya aquella  velada en el centro del escenario surrealista que siempre brota como ramillete de flores silvestres de cuneta de lo más hondo de sus sueños. Tomó el último sorbo de aquel cóctel en su día rechazado por Hércules Poirot, se despidió de Paquito Marimón y se retiró a descansar no sin antes dar unas suaves pataditas a las ruedas delanteras del camión. Del Salón Doré salían los dulces sones de “La comparsita”, y un gañán, sin quitarse la boina por respeto al lugar, se la meneaba sin la ayuda de nadie en las rijosas escalinatas de la cruz de los caídos.

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