El
caracolero se llamaba Ceferino Garrafé
y era hábil para rebuscar entre los rastrojos y en los quijeros de las acequias
sin perder de vista el morral y sin que per
fas et nefás derramase una sola gota del negro y espirituoso vinagrillo de su bota.
Ceferino Garrafé también conocía las virtudes de la baba del caracol
chupalandero y de la babosa, capaces de sanar mediante uso tópico el prurito
cutáneo y la galga. El caracolero Ceferino Garrafé, además, conocía el comportamiento
de la hormiga, de la abeja y del grillo negro, el grillo que brincaba en los
campos labrados cuando el sol apretaba y que servía de cebo para la pesca del
barbo y de la madrilla, como servía el higo y la ciruela. También se
comían asados y eran mejores que las
pepitas de girasol, porque aportaban proteínas. El caracolero, que además de
experto en la recolección de moluscos gasterópodos se daba aires de filósofo,
guardaba en el bolsillo de la chaqueta un artículo de Jorge Wagensberg, “Kant y el
grillo sordo”, que había arrancado de un ejemplar de España de Tánger encontrado en un basurero próximo a Caitasa, en el cogollo de El Picarral,
barrio zaragozano del que tampoco se ha escrito suficiente.
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