Un día me enteré de que había cerrado Savoy para siempre y que se iba a convertir en una oficina
bancaria. En aquel restorán comíamos una vez al año mi hermano y yo cuando mis
abuelos maternos aparecían por el internado y nos llevaban a comer algo
decente. En los colegios de frailes se comía muy mal. También, en aquel
restorán se reunían una vez al mes los componentes de la
Peña Los Magníficos, donde los socios podían
compartir mesa y mantel con Violeta,
con Canario y con todos los amigos
que en vida tuvo Ceamanos, creador
de la tertulia. Y allí compartían los socios un cocido, siempre un cocido, cuya
sopa era ofrecida en un plato enorme que parecía la bacía de don Quijote, aquella especie de
palangana de ancho borde y con una hendidura para apoyar el cuello donde
remojaban las barbas de sus clientes los sacamuelas, barberos y algebristas.
Pero lo peor de todo, si cabe, es que con la muerte de Savoy se tuvo que marchar con su hatillo a otra parte Enrique, el limpiabotas. Los viejos
cafés zaragozanos se fueron transformando en “puertos humanos de barcazas
varadas”, como dijera Francisco Umbral
en “Cela, un cadáver exquisito”. El
día que se nos murió El Plata, antes
de su última resurrección merced a Bigas
Luna, claro, quiero decir El Plata
de las Hermanas Castillo, el
pianista de Gallur, don Julio, tuvo
que marcharse con sus bártulos, o sea, con sus diez dedos de las manos y una
sobada carpeta con fragmentos de zarzuelas a La
Pianola, en la calle del Temple, para distraer a unos
sansirilés que tenían el reloj parado en los treinta años y el jaleo de fin de
semana en el cuerpo. Y don Julio encendía un cigarro de “ideales” que se le apagaba una y otra vez a fuer de no chupar, y lo
volvía a encender tras despachar con aseo cada petición. Algo parecido sucedió
cuando murió el fotógrafo de la trasera de La Lonja, Ángel
Cordero Gracia. Los socialista municipales, tomando un respiro entre
adefesio y adefesio, le erigieron un recuerdo en forma de caballito de bronce,
en el que ahora se hace la foto los niños de primera comunión y unos chinos de
edad avanzada que no sabemos de dónde salen. También se marchó al otro mundo Luis Pastor, al que le cerraron en El
Tubo su salón de limpiabotas los especuladores de suelo urbano. Un día puso en
marcha su viejo chevrolet blanco y grana y se marchó cantando “La Lirio, la Lirio tiene...” por unas
carreteras secundarias interestelares. Parecido a lo que hizo El Chava cuando le cerraron El Pavón, en Calatayud, que era como el
cuarto de estar de tratantes en ganado y de ciudadanos de los pueblos vecinos,
que habían tomado el coche de línea de la Empresa Olivar para ir a Cantarero, el dentista; a arreglar el
reloj de pulsera donde Espigares; o
a comprarse un precioso macferlán en Confecciones Gállego. Y despareció para siempre, cómo no, mi amigo Inocencio Ruiz el día que descubrió que
su librería de lance la tenía en erial, o Ricardo
Artiach cuando se convenció de que su preciosa Casa Lac, local por el que llegué a sentir cariño, estaba rodeada
de escombros y ya sólo era un oasis sin palmeral. La nostalgia corre como
lagartos.
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