Es
costumbre en España visitar los cementerios coincidiendo con la fiesta
religiosa de Todos los Santos, pese a que el Día de los Fieles Difuntos es
mañana, día dos. Recuerdo a una mujer de edad avanzada que todos los años
acudía coincidiendo con esa festividad religiosa al cementerio del pueblo,
depositaba unas flores moradas sobre una sepultura de mármol y permanecía allí
casi inmóvil hasta que oscurecía. Daba
igual que hiciera frío que calor, o que lloviese. Era entonces cuando regresaba
a su casa con el ramo en la mano. Lo guardaba hasta el año siguiente. Era de
plástico. Parece ser que Gregorio IV escogió este día porque coincidía con una de las festividades de
los pueblos germanos y durante aquellos años, el objetivo de la Iglesia
Católica era ir
eliminando todas las celebraciones paganas por el arte de la superposición. La Iglesia Católica siempre ha seguido el
método de la superposición para conseguir sus objetivos de permanencia. Se observa, por ejemplo, con las hogueras de
san Juan, de tradición celta, e incluso con la Navidad, asentada sobre las tradiciones
de Yule, de origen vikingo, que celebraban el solsticio de invierno; y, también,
en los innumerables templos católicos cimentados sobre anteriores mezquitas o
templos paganos, o con añadidos a obras ya existentes. Y pasado el tiempo, amparándose
en los artículos 206 y 304 de la Ley y el Reglamento Hipotecario, se permitió que los obispos (usurpando la facultad de los notarios) emitiesen
certificados de dominio calladamente, ya fuesen iglesias, catedrales, ermitas,
viñedos, olivares, etcétera. Privilegio que se agrandó en 1998 (durante el
Gobierno de Aznar) al suprimir el artículo 5 de ese reglamento, que impedía la
misma práctica sobre edificios de culto. Vergonzoso. Pero el cinismo de la
Conferencia Episcopal llega más lejos: “No es la Iglesia quien
se está enriqueciendo con las aportaciones del Estado, sino que es el Estado el
que se está ahorrando dinero con las aportaciones de la Iglesia". ¡Chupa del
frasco! Por eso el
Estado arregla los templos para que,
más tarde, la Iglesia cobre la entrada por visitarlos. También
en las tradiciones hay un orden de prioridades. Un caso curioso es el de México,
donde era costumbre ancestral guardar los cráneos de los difuntos. Allí, según
la tradición, los muertos van llegando cada doce horas entre el 28 de octubre y
el 2 de noviembre, siempre en orden: primero los que fallecieron por causas trágicas;
después los ahogados; y los dos últimos días de octubre comienzan a llegar las
almas de los que se encuentran en el limbo, es decir, los niños no bautizados.
Y los días 1 y 2 de noviembre, llegan
primero los niños muertos y más tarde los adultos. Y la protagonista de esos
días es La Catrina (calavera garbancera) que se vende en tiendas de souvenirs. Diego Rivera la inmortalizó
en 1947 en su famoso mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda
Central”. La Catrina es la feminización de El Catrín que, como
recordaba ayer Juan Luis Cano en El País,
fue a finales del siglo XIX (en tiempos de Porfirio Díaz) “un personaje larguirucho, vestido de forma
elegante con pantalón a rayas, con bombín y bastón, que era como se engalanaban
los hombres de clase social alta a quienes gustaba presumir y exhibirse,
mientras paseaban por las calles del centro histórico de la Ciudad de México”.
A noviembre se le representa bajo la forma de un personaje vestido de hoja seca
con una mano apoyada sobre Sagitario y la otra sosteniendo el cuerno de la
abundancia, de donde salen raíces, no sé si los brotes verdes de Elena Salgado.
Aquí lo dejo. Que ustedes lo pasen bien.
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