Decía
Ignacio Ruiz-Quintano ayer, en su
columna de ABC: “Con este católico (y hermosísimo) ir
y venir por los camposantos, descubre uno que está muriendo gente que no había
muerto nunca, circunstancia que emborrona aquella ocurrencia de Mingote según la cual al cielo iremos
los de siempre”. No sé, la costumbre española de llevar flores a los
cementerios coincidiendo con la festividad de Todos los Santos es una rutina
más que concuerda por proximidad con una determinada fecha del calendario (2 de
noviembre), como es la Navidad o las fiestas de los pueblos. La Semana Santa es distinta. Ahí manda la
primera luna llena del equinoccio de primavera. Al comenzar noviembre, como digo, hay que
llevar flores a los osarios porque toca; en la Nochebuena debemos sentarnos a
la mesa todos los parientes de sangre y los parientes políticos, es decir, los
yernos que dicen ser agnósticos y las nueras que intentan aleccionar a las
suegras en cómo hay que educar a los hijos, para celebrar todos juntos en unión
no sabemos qué; y en las fiestas del pueblo hay que beber y beber para poder
caer en la cuenta de que lo estamos pasando de maravilla sin movernos de la
barra de una infame tasca. Todo es una auténtica farsa. Con la excusa de ir al
camposanto de una aldeuca de La Alcarria, o de La Sagra, o de la Maragatería,
para poner unas flores artificiales a
unos parientes políticos a los que ni siquiera conocimos en vida, aprovechamos
el desplazamiento para adquirir en la única tahona existente unos melindres
típicos de esa zona, dicen que hechos sin añadidos artificiales, que terminan
por producirnos un corre que te cagas y un insufrible ardor de estómago de
libro. Al final, a los cementerios, como al cielo, según afirmaba el Marqués de Daroca, vamos o iremos los de
siempre, los que no tenemos mejor cosa que hacer.
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