Si se quieren hacer las cosas bien, los restos de Manuel Azaña Díaz deberían regresar a
España, como en su día regresaron los restos de Niceto Alcalá Zamora, fallecido en Buenos Aires el 18 de febrero de
1949 y trasladados cementerio madrileño de La Almudena en
1979 tras la aceptación de sus familiares; y los de Alfonso
XIII, fallecido en Roma el 28 de febrero de 1942, ya depositados en el Panteón de Reyes de El Escorial desde 1980.
El entierro de Alcalá Zamora se hizo sin ningún tipo de honores oficiales, y el
de Alfonso XIII, que había sido juzgado y condenado por las Cortes de la II
República, se televisó con gran pompa, recibió honores de jefe de Estado y la
ceremonia fue presidida por su nieto, Juan
Carlos I. Pero ahora queda atravesada
en el corazón de los españoles una espina que deberíamos extraer. El retorno de
los restos de Manuel Azaña, no debería demorarse por más tiempo. Cuando los
anteriores reyes visitaron a su viuda, Dolores
Rivas Cherif, en Méjico, en 1978, éstos le propusieron el traslado de los restos
de su marido desde Montauban (Francia), fallecido el 3 de noviembre de 1940 y después
de haber sido perseguido sin tregua por la Gestapo, por la policía franquista y
por un tal Pedro Urraca, “cazador de rojos” en Francia y
mano derecha de Serrano Suñer. Un
oscuro personaje que entregó a Franco a Lluís
Companys; y a los alemanes a Jean
Moulin, líder de la resistencia francesa. (Recomiendo la lectura de “Entre hienas”, de su nieta Loreto Urraca) Pero parece ser que a la viuda de Azaña no le
pareció entonces que era el momento oportuno. Pocos meses antes de su muerte
por una cardiopatía, había dicho Azaña a sus íntimos: “"Que me dejen donde
caiga y si alguien cree que mis ideas puedan ser útiles que las difunda". Y
allí se le dejó, envuelto su ataúd en una bandera mejicana, a 50 kilómetros de
Toulouse. Ahora, 41 años después de aquella real visita, si parece haber
llegado el momento de ese traslado. Sus restos deben volver a España, recibir
honores de jefe de Estado, y disponer de un mausoleo digno, como merece, en el
Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, junto a la Basílica de Atocha, junto a
los restos de Larra, Quevedo, Canalejas, Dato, Sagasta, De los Ríos Rosas, etcétera. Porque Azaña fue, además de un sobresaliente
político (pese a que no entró de lleno en política hasta los 51 años de edad),
presidente del Ateneo, y un gran escritor que consiguió el Premio Nacional de Literatura en 1926, con “Vida de Juan Valera”. Como curiosidad, doce días después de
haberse proclamado la Segunda República española, nació el himno “Canto
rural a la República española”, que se escuchó por primera vez en el
salón de actos del Ateneo de Madrid. Manuel Azaña, presidente entonces de esa Institución,
presentaba el 26 de abril de 1931 la pieza del compositor Óscar Esplá. De la letra se encargó el poeta Manuel Machado y fue interpretado por la Banda de Alabarderos y la tiple Laura Nieto. En la foto que acompaño puede verse al malnacido Pedro Urraca el
día de su boda (1930) con una francesa a la que había conocido en Biarritz, Hélène, que fue compañera de
pupitre de Simone de Beauvoir (y que mantuvo un affaire
con un militar nazi durante la ocupación, a cambio de privilegios). La madre de
Hélène era propietaria de un apartamento que había alquilado Antoniette Sachs, una pintora y
militante socialista de origen judío que mantuvo un idilio con Jean Moulin.
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