Esta mañana, aprovechando que tenía que hacer un
mandado, me he acercado a la plaza de san Bruno, donde los domingos hay
instalados tenderetes con libros viejos, arte africano hecho para los turistas
y antigüedades diversas, más basura de
trastero que otra cosa. Se me ha ocurrido hojear un libro enorme, ideal para
ser soportado sobre un facistol de casa de nuevo rico, que me había llamado la
atención. Sin darme cuenta, se me ha acercado un tipo de etnia romaní para
animarme a adquirirlo a lo que él consideraba como un precio módico.
--¿Le gusta? Se lo puedo dejar a buen precio. Es una
obra auténtica. Fíjese si será auténtica que ahí debajo pone “edición facsímil”.
¿Lo ve usted?
--Ya, ya…
Camino de casa me he topado con una columna de
motoristas ruidosos intentando meterse por la calle de Jaime I, vulgo san Gil.
Y en el Ebro, unos bomberos hacían prácticas para afianzarse en el arte de
rescatar sujetos de la barca de Caronte. Se acaba octubre y las tiendas de los
chinos se llenan hasta la puerta de flores artificiales de dudoso gusto para que
los clientes puedan depositarlas sobre las tumbas de los muertos; de banderas rojigualdas para que pueda
colocar en los balcones de sus casas la
gente de orden; y máscaras de calabaza y disfraces de Halloween, esa moda pagana importada de los Estados Unidos para la
Noche de Brujas, esa oscuridad del Samhain en la que los espíritus vuelven a caminar por la tierra, buscando poseer a los vivos. En fin,
que cada uno haga lo que le venga en gana, pero que no moleste. Los españoles,
muy dados al dramatismo, como si fuésemos huérfanos de un difunto acribillado
en la Batalla de Lepanto, seguimos con el luto encima como si llevamos un
obituario en las entrañas. Por eso, tal vez por eso, sentimos una rara
contrición cada mañana, antes de salir tarifando hacia un tajo infame.
--¿Y usted cómo lo sabe?
--Eso a usted no le importa.
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