Me encontraba medio adormilado cuando sonó el
timbre. Al abrir la puerta de la calle me encontré a tres niños disfrazados que
me dijeron “truco o trato”. Como no
tenía caramelos en casa les largué unas
monedas de poco valor. Se marcharon tan contentos a hacer sonar otro timbre del
mismo rellano. Se acaba octubre y por la calle veo gente con ramos de flores.
Supongo que al llegar a sus casas las pondrán en un jarrón con agua para que se
conserven frescas hasta mañana, cuando serán depositadas en las tumbas de sus
difuntos. Y allí, descansando sobre lo inerte, se marchitarán en dos o tres
días. Mañana, además de Todos los Santos, el taco de calendario me recuerda que
será primer viernes de mes. Mi abuela creía a pies juntillas la promesa del Corazón de Jesús a Margarita
María de Alacoque, canonizada el 13 de mayo de 1920 por Benedicto XV, cuyo cuerpo permanece
incorrupto desde su fallecimiento cuando contaba 43 años, el 17 de octubre de 1690.
No sabría decir cuándo en España se hizo especial hincapié en la costumbre de
relacionar la comunión con los Primeros Viernes, aunque presumo que el mayor
pico fervoroso se produjo al término de la Guerra Civil, cuando Franco se convirtió en “caudillo de España por la gracia de Dios”,
como quedó troquelado en las pesetas rubias, cuando los seminarios estaba a
reventar de bocas hambrientas, cuando ciertos purpurados enfermos de soberbia
sentaban sus posaderas en los escaños de las Cortes Españolas y en el Consejo
de Reino, y cuando los tonsurados de misa y olla, muchos de ellos incultos y
desertores del arado, se convirtieron en el medio rural en los nuevos “comisarios políticos” de un régimen mantenedor
de la moral y las buenas costumbres. Eran los tiempos en los que se aireaba por
las aldeas una imagen de la Virgen de
Fátima; que se animaba desde los púlpitos a rezar el rosario en familia y
ganar los frutos de las indulgencias prometidas por el padre Peyton; y que se puso boca de los
vencedores el apelativo “hombres de bien”,
que nunca supe muy bien en qué consistía, a tipejos desalmados que pocos años
antes habían dado gusto al gatillo del nueve largo en la retaguardia y
confeccionaban en los pueblos listas de “rojos” a los que había que dar “el
paseo” en barrancos y tapias de parideras.
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