lunes, 14 de octubre de 2019

Entrar en el armario




Salir del armario es una vulgaridad. Lo que ahora mola en España es entrar en el armario, que es donde se recaudan muchos impuestos indirectos. Me refiero a esos pequeños armatostes casi roperos que contienen cinemómetros y que están colocados en las carreteras, unos funcionando y otros no, que captan los excesos de velocidad y meten las matrículas de los ciudadanos infractores en su interior para confeccionar una posterior receta sin prospecto de posología ni aviso de posibles efectos secundarios. Es una receta que no entra en el petitorio del SOE ni en los vademécums de especialidades. Aquí el maestro encargado de confeccionar la fórmula magistral en la rebotica es  Pere Navarro, director general de Tráfico. Leo en ABC  que “la recaudación se ha incrementado un 12’4 % más en el primer semestre de este año, cuando se formularon más de 1.300.000 denuncias, mientras que algunos cinemómetros multan hasta 11.000 veces más, con un montante cercano a 200 millones de euros”. Y ese mismo diario pone el ejemplo de un radar “plantado” como un pino en el punto kilométrico 79’9 de la H-31, en Huelva, que pasó de formular 1.566 denuncias el año pasado a las 38.930 en lo que llevamos de este año. A Pere Navarro habría que hacerle ministro de Hacienda. Sobre los puntos que se detraen por tales infracciones mejor no comentar. Son un castigo añadido. Es como el “toma, para que escarmientes” que le dijera Cela a un mendigo sentado a la puerta del madrileño Café Europeo (Glorieta de Bilbao esquina a la calle de Carranza) al tiempo que le daba un billete de mil pesetas. Un café “de los llamados de “asiento” por el que anduvo años antes el ciego Simarro, “el hombre más consecuentemente  enchisterado que hay en los Madriles”, según Mariano de Cavia. Pero esa es otra historia. En este país, como digo, hemos pasado de cobrar “puntos” por hijos menores a cargo a quedarnos sin  puntos en el carné de conducir y hacernos un hijo de madera cada vez que salimos a dar una vuelta por una carretera secundaria, por un páramo donde suponemos que nadie nos vigila. Pero mire usted por dónde, a veces aparece un dron chivato sobre nuestras cabezas, o nos topamos con un armario gris, un cinamómetro que no se casa ni con su padre, dispuesto a hacernos una foto para el recuerdo, como aquellos que hacía Ángel Cordero, el hombre del caballito de cartón, que hacía retratos al minuto detrás de la Lonja, en Zaragoza. Ya no es necesario toparnos con una pareja de la Guardia Civil de correría, como las que recuerdo de mi infancia, con naranjero, capote, barboquejo apoyado en la barbilla, zurrón, tricornio verde provisto de visera y cogotera y, ay, lo que era peor, caras de pocos amigos. En plano corto cambiaban, eran correctos y siempre estaban en buena disposición para ayudar en lo que fuese menester. No sé por qué, pero los agentes del Cuerpo de la Guardia Civil siempre ganan en plano corto. Son amables, serviciales y merecedores de respeto. Como debe ser.

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