sábado, 26 de octubre de 2019

Una calurosa tarde de domingo



Sigo con cierta atención los artículos, escasos y breves por cierto, de Chema López Juderías, director de Diario de Teruel. En su último trabajo, “Yo fui vecino de Morrissey”, cuenta sus peripecias en su viaje a Londres en la década de los 90. Un barbero, al que éste le contó dónde vivía, en el 20 de Prince Albert Road, le indicó que en esa calle también vivía el cantante de The Smiths, y le llenó de satisfacción. Lo que no sé es si López aprendió inglés durante su estancia, si fregó muchos platos, si sirvió muchas hamburguesas o si peló muchos huevos duros. Cuando se sale de casa en plena juventud, un poco a la aventura, suelen pasar las cosas más dispares. Y pasados los años se suelen contar aunque corregidas y aumentadas, y con el énfasis que ponía el paleto cuando regresaba a su pueblo después de haber hecho la mili en Melilla o en Cerro Muriano. Mis viajes por asuntos de trabajo fueron más de andar por casa: Sevilla, León, Zamora, Badajoz… De todas aquellas andanzas, recuerdo de forma especial lo que me ocurrió en una pista de baile en La Garrovilla (Badajoz) cuando las parejas bailaban en el centro de una inmunda sala, rodeadas de una opaca cortina. Las mujeres de aquel pueblo, sentadas en sillas de madera de Vitoria, intentaban averiguar no sin gran dificultad lo que acontecía dentro; es decir, si las parejas se besaban, si se arrimaban demasiado… En un momento dado, fue un visto y no visto, se vino al suelo aquella pesada cortina color maleta y envolvió a parejas y comadres. Hubo gritos, un cierto histerismo y algún soponcio. Al final, todo quedó en un susto. Se volvió a colocar la cortina en su sitio, las parejas siguieron bailando al son de un microsurco y las comadres, entre risotadas, se pusieron a contar chistes picantes, que les encantaba,  a trasegar limonada, a espantar moscas y a abanicarse por los sofocos derivados del calor reinante. Todo eso, de alguna manera, ya lo conté hace años en mi relato “Aquel verano, entre el tío del fagot y el árbol de las genealogías”, que me distinguieron con el Premio “Teruel”. Pero mi alegría fue breve. Al poco, recibí una llamada de mi llorado amigo José Luis Aranguren Egozkue para felicitarme por mi suerte. Me dejó muy pensativo cuando me dijo que me habían dado el galardón, ya antes de abrir la plica, en la creencia de que el autor del relato era un iberoamericano. Sin pretenderlo, así quiero pensarlo, me amargó el día.  Fue como si se me hubiesen caído encima los palos de un sombrajo, o mi particular cortina color maleta, como sucedió en aquella pista extremeña una calurosa tarde de domingo.

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