Hoy, Antonio
Burgos, en su columna de ABC, se
queja de que se están muriendo las chumberas por culpa de la cochinilla del
carmín. Y se queja, de igual modo, de que la Junta de Andalucía no esté
haciendo nada por atajar el problema, al alegar que se trata de una planta
invasora traída de Méjico por los conquistadores. Carlos Azcoytia, que sabe mucho de chumberas e higos chumbos, contó
en un excelente y ameno trabajo “Historia
de la chumbera, opuntia, nopal o tuna y los higos chumbos” (blog “Historia de la Cocina y la Gastronomía”,
01/05/12) señalaba que de niño acompañaba a su padre al campo y observaba los
linderos de las propiedades y los bordes de los caminos, llamándole la atención
“una mezcla de arbusto y planta que más de una vez me hizo sentir el escozor
que produce el pinchazo de sus púas…”. De la misma manera, también recordaba la
venta de los higos chumbos por Sevilla “por unos hombres, a todas luces
labriegos por su indumentaria, que los llevaban en carritos y cestos cubiertos
con trozos de hielo, en una España de hambre y posguerra, y que con una navaja
los abrían y los vendían a precios muy módicos, que era el regocijo de los
niños, también de los mayores, y de los que mis padres me decían que no comiera
muchos porque me producirían estreñimiento”. Esa planta, traída, como digo, de
Méjico, forma parte del escudo de ese país y la idea inicial de traerla a
España fue, precisamente, para que la cochinilla del carmín sirviese como
tinte. Es la pescadilla que se muerde la cola. Existe un libro fechado en 1615
que lleva un largo título: “Cuatro libros
de la Naturaleza, y virtudes de las plantas, y animales que están recibidos en
el uso de la medicina en la Nueva España, y el método, y la corrección, y
preparación, que para administrarlas se requiere con lo que el Doctor Francisco
Hernández escribió en lengua latina”, apostillando: “Muy útil para todo género de gente que vive en estancias y pueblos,
donde no hay médicos ni botica”. Y continúa: “Traducido, y aumentados muchos simples y compuestos y otros muchos
secretos curativos, por Fr. Francisco Ximénez, hijo del Convento de Santo
Domingo de México, natural de la villa de Luna del Reino de Aragón. Dedica el
libro a R.P. Maestro Francisco Hernando Bazán, Prior Provincial de la provincia
de Santiago de México, de la Orden de los Predicadores, y Catedrático Jubilado
de Teología en una Universidad Real. Se editó el libro en México, en casa de la
Viuda de Diego López Dávalos y se vendía en la tienda de Diego Garrido, en la
esquina de la calle de Tacuba, y en la portería de Santo Domingo”. En
resumidas cuentas, la patata, el maíz, el pimiento, la chumbera, el chocolate,
el pavo y todo cuanto llegó del Nuevo Mundo sirvió para matar la hambruna de
muchas generaciones. Señalaba el escritor estadounidense William McGuire, más conocido por el seudónimo Bill Bryson,
que “lo irónico para los europeos es que los alimentos que encontraron eran los
que básicamente no querían y, por otro lado, no encontraron los que querían.
Buscaban especias y el Nuevo Mundo carecía desalentadoramente de ellas,
exceptuando el chile, que resultaba picante en exceso y demasiado sorprendente
para ser apreciado en un principio. Los prometedores alimentos del Nuevo Mundo
no llamaron de entrada la atención. Los indígenas del Perú poseían ciento
cincuenta variedades de patata, todas ellas muy valoradas. Un inca de hace
quinientos años habría sido capaz de identificar las distintas variedades de
patata igual que un snob moderno aficionado a los vinos identifica los
diferentes tipos de uva”. El idioma quechua del Perú conserva todavía mil
palabras relacionadas con distintos tipos o circunstancias de las patatas.
Hantha, por ejemplo, describe la patata vieja que tiene aún una pulpa
comestible. Pero los conquistadores solo volvieron a casa con unas pocas
variedades, y hay quien dice que no eran precisamente las más deliciosas. Más
al norte, los aztecas se sentían muy orgullosos del amaranto, un cereal que
produce un grano nutritivo y sabroso. En México era un alimento tan popular
como el maíz, pero los españoles se ofendieron al ver cómo lo utilizaban los aztecas,
mezclándolo con sangre, en rituales con sacrificios humanos, y se negaron
incluso a tocarlo. Hay que decir que las Américas también obtuvieron mucho a
cambio. Antes de que los europeos irrumpieran en su vida, los pueblos de
Centroamérica tenían únicamente cinco animales domesticados —el pavo, el pato,
el perro, la abeja y la cochinilla— y desconocían los lácteos. Sin la carne y
el queso europeos, no existiría la cocina mexicana tal y como la conocemos. El
trigo de Kansas, el café de Brasil, la ternera de Argentina y muchas cosas más
nunca habrían sido posibles”.
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