sábado, 19 de octubre de 2019

Réquiem por las chumberas



Hoy, Antonio Burgos, en su columna de ABC, se queja de que se están muriendo las chumberas por culpa de la cochinilla del carmín. Y se queja, de igual modo, de que la Junta de Andalucía no esté haciendo nada por atajar el problema, al alegar que se trata de una planta invasora traída de Méjico por los conquistadores. Carlos Azcoytia, que sabe mucho de chumberas e higos chumbos, contó en un excelente y ameno trabajo “Historia de la chumbera, opuntia, nopal o tuna y los higos chumbos” (blog “Historia de la Cocina y la Gastronomía”, 01/05/12) señalaba que de niño acompañaba a su padre al campo y observaba los linderos de las propiedades y los bordes de los caminos, llamándole la atención “una mezcla de arbusto y planta que más de una vez me hizo sentir el escozor que produce el pinchazo de sus púas…”. De la misma manera, también recordaba la venta de los higos chumbos por Sevilla “por unos hombres, a todas luces labriegos por su indumentaria, que los llevaban en carritos y cestos cubiertos con trozos de hielo, en una España de hambre y posguerra, y que con una navaja los abrían y los vendían a precios muy módicos, que era el regocijo de los niños, también de los mayores, y de los que mis padres me decían que no comiera muchos porque me producirían estreñimiento”. Esa planta, traída, como digo, de Méjico, forma parte del escudo de ese país y la idea inicial de traerla a España fue, precisamente, para que la cochinilla del carmín sirviese como tinte. Es la pescadilla que se muerde la cola. Existe un libro fechado en 1615 que lleva un largo título: “Cuatro libros de la Naturaleza, y virtudes de las plantas, y animales que están recibidos en el uso de la medicina en la Nueva España, y el método, y la corrección, y preparación, que para administrarlas se requiere con lo que el Doctor Francisco Hernández escribió en lengua latina”, apostillando: “Muy útil para todo género de gente que vive en estancias y pueblos, donde no hay médicos ni botica”. Y continúa: “Traducido, y aumentados muchos simples y compuestos y otros muchos secretos curativos, por Fr. Francisco Ximénez, hijo del Convento de Santo Domingo de México, natural de la villa de Luna del Reino de Aragón. Dedica el libro a R.P. Maestro Francisco Hernando Bazán, Prior Provincial de la provincia de Santiago de México, de la Orden de los Predicadores, y Catedrático Jubilado de Teología en una Universidad Real. Se editó el libro en México, en casa de la Viuda de Diego López Dávalos y se vendía en la tienda de Diego Garrido, en la esquina de la calle de Tacuba, y en la portería de Santo Domingo”. En resumidas cuentas, la patata, el maíz, el pimiento, la chumbera, el chocolate, el pavo y todo cuanto llegó del Nuevo Mundo sirvió para matar la hambruna de muchas generaciones. Señalaba el escritor estadounidense William McGuire, más conocido por el seudónimo  Bill Bryson, que “lo irónico para los europeos es que los alimentos que encontraron eran los que básicamente no querían y, por otro lado, no encontraron los que querían. Buscaban especias y el Nuevo Mundo carecía desalentadoramente de ellas, exceptuando el chile, que resultaba picante en exceso y demasiado sorprendente para ser apreciado en un principio. Los prometedores alimentos del Nuevo Mundo no llamaron de entrada la atención. Los indígenas del Perú poseían ciento cincuenta variedades de patata, todas ellas muy valoradas. Un inca de hace quinientos años habría sido capaz de identificar las distintas variedades de patata igual que un snob moderno aficionado a los vinos identifica los diferentes tipos de uva”. El idioma quechua del Perú conserva todavía mil palabras relacionadas con distintos tipos o circunstancias de las patatas. Hantha, por ejemplo, describe la patata vieja que tiene aún una pulpa comestible. Pero los conquistadores solo volvieron a casa con unas pocas variedades, y hay quien dice que no eran precisamente las más deliciosas. Más al norte, los aztecas se sentían muy orgullosos del amaranto, un cereal que produce un grano nutritivo y sabroso. En México era un alimento tan popular como el maíz, pero los españoles se ofendieron al ver cómo lo utilizaban los aztecas, mezclándolo con sangre, en rituales con sacrificios humanos, y se negaron incluso a tocarlo. Hay que decir que las Américas también obtuvieron mucho a cambio. Antes de que los europeos irrumpieran en su vida, los pueblos de Centroamérica tenían únicamente cinco animales domesticados —el pavo, el pato, el perro, la abeja y la cochinilla— y desconocían los lácteos. Sin la carne y el queso europeos, no existiría la cocina mexicana tal y como la conocemos. El trigo de Kansas, el café de Brasil, la ternera de Argentina y muchas cosas más nunca habrían sido posibles”.

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