sábado, 3 de abril de 2021

En tiempos del gasógeno

 

Ser funcionario, torero, militar, o cura (en este úiltimo caso, en el escalafón del funcionariado del Cielo) eran las profesiones que te aseguraban un futuro prometedor, o al menos estable, en una España rota que intentaba volver a la normalidad, como si nada hubiese pasado. Pero las cicatrices seguían supurando. Los gatos habían desaparecido de los tejados, las cárceles estaban abarrotadas de presos políticos y el hambre se había instalado en un Madrid cercado por la miseria y humo de los motores de gasógeno de taxis y autobuses, que no desaparecieron hasta 1952. En “Historia de Iberia vieja” (número 57, marzo de 2010) puede leerse: “Cuentan los mayores sobre el gasógeno, y algunas veces giran la conversación con cierta sorna deseando que no regrese ese invento, que el poder calorífico, esto es, la energía que podía obtenerse con aquel sistema era tan paupérrima que, al encarar un vehículo una cuesta de pendiente no demasiado grande, el conductor debía abrir la espita de la nodriza para superar el obstáculo. Tal nodriza no era más que un pequeño reservorio de gasolina que se comunicaba con el motor del vehículo, de tal forma que cuando el gasógeno se veía incapacitado para mover el motor, se acudía al auxilio de pequeñas cantidades de salvadora esencia del petróleo”. Pues bien, ayer ya de madrugada, viendo en la “2” de TVE la película “Mi tío Jacinto”, comprobé que lo que afirmo es cierto, o al menos lo era en 1956 cuando Ladislao Vadja dirigió de forma magistral a Antonio Vico y a Pablito Calvo en una película producida por los Estudios Chamartín, en la avenida de Burgos, que habían sido diseñados por Rafael Bergamín en 1941. En su día trabajaron Francisco Rabal como ayudante de electricista y Pedro Masó como botones. En el film aflora de forma inmisericorde la miseria de posguerra que rodeaba la periferia de Madrid y que nada tuvo que envidiar al neorrealismo italiano de aquel momento, por donde asomaban, entre otros, el estafador Gila, el vendedor de relojes Pepe Isbert, un organillista cochambroso, ora dándole al manubrio, ora pasando el platillo, y un comisario de Policía redactando a un funcionario una carta de queja a más altas instancias. El Rastro, en pleno barrio de La Latina, era como el ventilado cuarto de estar de un ramillete de chamarileros y pícaros de la más baja estofa. Todo se compraba y se vendía: libros, relojes, ropa usada, muebles, sables, estufas… Y en los alrededores, tabernas de medio pelo donde se podía tomar un aperitivo en las barras bulliciosas, teniendo cuidado con los carteristas, que batallaban por poder “echar la mañana”. El nombre de “rastro” era debido en jerga popular a las gotas de sangre que dejaban en el empedrado las reses sacrificadas en el matadero cada vez que eran trasladadas en carromatos a los mercados para su consumo. Eso sí, para los afortunados que podían permitirse el lujo de comer carne de fuste que no fuesen despojos. Quizás, de esa necesidad vital de añadir proteínas al organismo viniese la afición por los “callos a la madrileña”, convertidos hoy en suculento manjar. A ellos hacía referencia, por lo económico y sustancioso, ya en el siglo XV Enrique de Villena (en su obra “Arte cisoria”, de 1423) y consta que en el siglo XIX se ofrecía en el menú de Lhardy. También Ángel Muro, en su “Practicón”, se confiesa devoto de ese guiso.

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