lunes, 3 de octubre de 2022

La Historia en pliegos de cordel

 


Un día entró Luis María Anson en el despacho de Juan de Borbón en Estoril; y  éste, muy enfadado, le dio a leer la carta que había recibido de Franco, donde le comunicaba de que él no iba a ser su sucesor en la Jefatura del Estado sino su hijo Juan Carlos, moldeado en la doctrina del Movimiento. Para Juan de Borbón, Franco se había saltado los derechos sucesorios de Alfonso XIII en su persona. Fue para el aspirante al trono de España como una patada en los cataplines. Pero, un rey que había tomado las de Villadiego en 1931, en rigor no estaba autorizado para nombrar sucesor de una Casa reinante desde 1700 con Felipe V (en dos periodos) que había desaparecido en la polvareda revolucionaria rumbo a Cartagena con la llegada de la Segunda República. Juan de Borbón, indignado con la decisión de Franco, se limitó a decir “¡qué cabrón!”. Y empecinado, continuó considerándose titular de los derechos históricos hasta mayo de 1977, cuando renunció ante su hijo con un sonoro y esperpéntico taconazo: "Por España, todo por España". Pero dicho así, como salido de boca de un austrohúngaro en las trincheras de Tannenberg, resultaba patético y trasnochado. Y yo me pregunto, ¿qué había hecho Juan de Borbón por España? Nada, salvo mirar por sus intereses. Lo cierto es que desde los 18 años estuvo el resto de su vida en Gran Bretaña, Francia, Italia, Suiza y Portugal, hasta su definitivo regreso a España en 1982. Era el tercer hijo de un rey exiliado que intentó sin éxito luchar a favor del bando rebelde durante la Guerra Civil. Pero el Manifiesto de Lausana, en 1945, rupturista con el régimen de Franco, cambió las cosas para mal al pretendiente. En su reunión con Franco a bordo del “Azor” en 1948 se acordó que su hijo (entonces tenía 10 años) fuese educado en España. Veinte años más tarde, Franco (una vez que fue aprobada la Ley de Sucesión en las Cortes) nombraba a Juan Carlos sucesor a título de rey. Y Juan de Borbón, conde de Barcelona, se quedó como el Gallo de Morón, sin plumas y cacareando. Pongo “Gallo” con mayúsculas por ser el apodo que le pusieron a un recaudador de contribuciones en el siglo XVI que llegó a Morón de la Frontera procedente de Granada y que no fue bien acogido en el pueblo, no ya por lo que significaba su presencia para el bolsillo ciudadano, sino por su aire de “chulo de bolera” y sus modos pocos correctos. Cuando los moronenses no pudieron soportar más sus desplantes y altanerías, le propinaron una somanta de palos como despedida que salió de esa ciudad sevillana tarifando y con el culo pajarero, según consta en los romances de ciego y en los pliegos de cordel.

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